CUESTIÓN DE ADVERBIOS

Ayer dediqué gran parte de la hora de clase con mis alumnos más jóvenes a explicarles uno a uno su nota de la primera evaluación. Me pareció en general un tiempo bien empleado: los chicos se alegraban, se sentían aliviados o defraudados, se ponían muy serios o se movían a causa de un incontrolable nerviosismo, pero en general entendían que la calificación no era el producto de un azar o de la mala intención de una deidad arbitraria, sino la consecuencia lógica de su actuación a lo largo de tres meses. Entonces le llegó el turno al benjamín.

No sé si lo es por edad, pero sí por apariencia. Pequeño, inquieto, con unos encantadores ojos de par en par asomando por debajo del flequillo. Un niño de diseño; la imagen que a cualquiera se le vendría a la cabeza al oír la palabra “niño”. Cuesta causarle a un ser tan pequeño la primera frustración de su vida en el instituto, pero el caso es que esta criatura encantadora no llegaba al aprobado ni con la mejor voluntad por mi parte. Durante unos cuantos minutos, le expliqué, creo que de forma clara y delicada, los motivos de la calificación que iba a aparecer en su boletín en la materia de Lengua, que no era otra que un desalentador cuatro. Cuando terminé mi discurso, le pregunté si lo había entendido.

―Sí ―contestó, afirmando con la cabeza. Y añadió, sin transición alguna―: Ponme un cinco.

La incapacidad de este muchachito para asumir el fracaso, su falta de comprensión de que las cosas pueden salir mal, me ha dado desde ayer larga materia para la reflexión. Es, de hecho, un problema que me preocupa y que tengo la impresión de que ha aumentado en mis últimos años de enseñanza: la completa intolerancia a la frustración de muchos miembros de las nuevas generaciones. Su negación de la cruda realidad de que la vida no se va a plegar a sus deseos. Su absoluta incomprensión de la palabra “no”.

No es un adverbio antipático, lo reconozco. Nada que ver con esos otros congéneres esperanzadores (quizá, tal vez, posiblemente), ni mucho menos con la luminosa rotundidad de sus principales antagonistas: siempre, sí. Es un dique contra las ilusiones, un telón cerrado que se desploma para tapar un horizonte lleno de expectativas. No eres el más listo de la clase, no perteneces al grupo de los más populares, no apruebas el examen que tanto estudiaste, no corresponde a tu afecto la persona a la que eligió tu corazón. Las cosas, en definitiva, no son como esperabas. Ignoro a qué edad supe de la existencia de este odioso monosílabo y del inevitable papel que iba a tener en mi vida; lo recuerdo caminando a mi lado desde siempre, como una amenaza constante. Pero no me batí en duelo con él ni pretendí ignorar su presencia, como veo hacer con demasiada frecuencia a nuestros niños y adolescentes; eché a andar sin perderlo de vista por si acaso, con la esperanza de esquivar alguno de sus golpes. En ello sigo, como todos. Porque la vida ―aunque mi enternecedor benjamín lo ignore― es en el fondo una cuestión de adverbios. Esto ya no, aquello nunca más. Por suerte, nos queda el todavía.

Comentarios

  1. Lo malo es que esto nos suceda cuando hace muchos años que terminamos los estudios obligatorios..."Verás, estos te han dicho una cosa y al final, han hecho la contraria"..."Sí pero, yo les voy a votar otra vez", o, "Mira, es que nos estamos cargando el planeta con tanta fábrica, con tanto coche..."Sí, pero yo me voy al Corte Inglés, ¡es el Black Friday!"..."Oye, ¿acaso no te preocupa como están las cosas?, ¡mira qué panorama!"..."Sí, pero yo me voy al Wanda, que juega el Atleti"...a lo mejor no tiene nada que ver pero es que los adultos, en ocasiones, también somos como niños...aunque lo más inquietante sería que, en realidad, fueran los niños los que, tomando una mala referencia, son como adultos...

    ResponderEliminar
  2. Es curiosa la reflexión que te ha inspirado esta entrada. Yo me había centrado en la constante negativa a admitir la frustración por parte de las nuevas generaciones, pero a ti te ha interesado más la profunda contradicción contenida en el discurso de mi pequeño alumno: "Sí, he comprendido que merezco un cuatro..., pero ponme un cinco". Lo cierto es que me asusta reconocerme en alguna de las afirmaciones que incluyes en tu comentario. Sí, veo que las cosas son así..., pero voy a hacer lo contrario. ¿Los adultos somos en ocasiones como niños? Desde luego. Y la contradicción es un rasgo inherente a la condición humana, inconsecuente e infantil.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario