LOS CUADROS DE ABRIL (2018)
Tras
una búsqueda por la red, he llegado a la conclusión de que no existe
reproducción alguna capaz de justificar lo que sentí ayer al encontrarme por
primera vez frente a este cuadro. El descubrimiento se produjo en la exposición
de Mapfre dedicada a tres artistas unidos por lazos de admiración, afinidad y
afecto: Derain, Balthus y Giacometti. Se trata de El gaitero de André Derain, una obra misteriosa, que atrapa la
atención y despierta múltiples sugerencias en quien la contempla. En ella se
fusionan elementos de la tradición y la vanguardia. El gaitero que da nombre al
cuadro, en la estela de figuras folklóricas como el flautista de Hamelín o de
la simbólica ingenuidad de los personajes del tarot, se inscribe en un espacio
tratado con la audaz simplificación del cubismo, último grito del arte en 1911,
momento de la realización del cuadro. En esta realidad en las antípodas del
naturalismo, los tres protagonistas de la escena ―el músico, el árbol y el ave
que sobrevuela el paisaje― parecen detenidos en el tiempo, en un ámbito mágico,
al margen de las normas que rigen lo humano. Pero todo esto no justificaría la
profunda atracción que el cuadro ejerció sobre mí y que me retuvo frente al
lienzo durante más tiempo que el resto de las piezas de la exposición. Tal vez
parte del impacto emocional se deba a la oscuridad del colorido, que tiñe de
tintes sombríos una escena a priori casi infantil, en una inquietante
perversión de lo ingenuo. Lo demás sigue siendo un misterio para mí. Pero, ¿no
hay siempre un punto de misterio en la capacidad del arte para remover nuestro
interior?
Llueve
sin tregua en esta primavera invernal y los amantes del olor a tierra mojada
nos estamos ganando la hostilidad de muchos con nuestro regocijo. Quizá para
hacerme perdonar, traigo a esta sección un maravilloso descubrimiento que he
hecho recientemente: el pintor australiano Mike Barr, creador de un amplio
número de paisajes urbanos en los que capta con singular maestría la
indefinición de las formas y el dinamismo de los días nublados y lluviosos. Con
una peculiar mezcla entre un realismo casi fotográfico y una soltura en la
pincelada cercana a la técnica impresionista, Barr atrapa en sus cuadros el
movimiento de los peatones apresurados, el azote de las ráfagas de lluvia, el
juego de reflejos en el asfalto empapado. Contemplando obras como la que
encabeza estas líneas, nos parece oler la humedad, sentir el golpear de las gotas
sobre nuestro paraguas, oír el barboteo de los charcos bajo nuestros zapatos.
Viendo algo tan hermoso, ¿es posible seguir resistiéndose a aceptar la belleza
de los días de lluvia?
El
Surrealismo me gusta más como concepto que como movimiento pictórico concreto;
con frecuencia las obras que en él se inscriben me parecen forzadas, una
búsqueda artificial de la sorpresa y el desconcierto del espectador. Por eso me
rindo a los pies de la pintora mexicana Remedios Varo, creadora de universos
insólitos que parecen surgir con perfecta naturalidad de sus pinceles: una vía
abierta entre los rincones más escondidos de su autora y los de aquellos que
contemplamos sus lienzos. Ruptura es
el misterioso título de este cuadro que presenta para mí el atractivo añadido
de la presencia de una arquitectura fantasmal, trasunto de un estado del alma.
Sobre un cielo rojo poblado de árboles secos que parecen extraídos de los
paisajes infernales de El Bosco, un extraño personaje abandona una casa desde
cuyas ventanas es observado por una serie de réplicas exactas de su peculiar
rostro triangular. Un viento de complicada trayectoria agita las cortinas, que
ondean como pañuelos agitados en señal de despedida, y escupe por la puerta de
entrada un tropel de papeles que revolotean. El curioso protagonista de esta
escena tiene una mirada que parece proyectada hacia lo que deja atrás: ¿su
pasado, sus lastres afectivos, su conciencia? Es imposible adivinar sus
emociones en su rostro concentrado, meditabundo. El escenario de esta ruptura
está sembrado de elementos enigmáticos: la escalinata enmarcada por un túnel
vegetal, los peldaños adornados de caracoles y hojas secas. Un espacio onírico,
inquietante, en el que, sin embargo, todos los elementos se integran con
perfecta naturalidad. Para Remedios Varo, plasmar los universos alucinados del
Surrealismo es tan fácil como respirar.
Siempre
que me falta tiempo o inspiración para elegir el cuadro de la semana, ocurre
algo que viene en mi ayuda. En este caso ha sido la intervención de una amiga
que me ha traído de su reciente viaje a Japón un encantador recuerdo en el que
aparece reproducido este grabado de Utagawa Iroshige, titulado Gato blanco sentado junto a la ventana.
Se trata de una de las imágenes que prefiero entre todas las creadas por este
artista, y no sólo por la simpatía que despierta en mí la figura protagonista
de la composición (que también), sino por el vivo juego de colores y la
presencia de deliciosos detalles como la toalla que cuelga del alféizar de la
ventana o la bandada de aves que en perfecta formación surca el cielo en
dirección al monte Fuji, erguido sobre una crepuscular franja de color rojo.
Rastreando por la red he encontrado una interpretación de este gato que mira el
exterior a través de las rejas como la representación simbólica de la vida
recluida de una prostituta en una casa de té. No he querido seguir leyendo; a
mí me gusta precisamente este grabado por toda su aparente carga de sencillez,
por la relevancia que otorga el artista al animal y a los objetos que lo
rodean, por la mágica placidez de un instante detenido en un crepúsculo
cualquiera.
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