LOS CUADROS DE ENERO (2018)

Empieza oficialmente el Año Murillo y no puedo dejar de hacerme eco en esta sección de dicho acontecimiento, que ya anuncié a finales del año pasado. Es la primera vez que traigo aquí dos veces seguidas un cuadro del mismo autor, pero me gusta hacer una excepción en este caso: el bueno de Bartolomé Esteban se lo merece. Para este segundo homenaje consecutivo, quiero recuperar el impacto que me causó mi visita al Hospital de la Caridad de Sevilla, hace ya varias décadas. Allí se encuentran unas impresionantes obras del maestro sevillano dedicadas al tema de la caridad, como este Santo Tomás de Villanueva dando limosna. Como buen artista barroco, Murillo estructura la escena con varios focos de atención, que funcionan autónomamente y confieren dinamismo al conjunto. Los mendigos de la derecha son la esencia del XVII español: la anciana que mira al santo con recelo, el hombre que tose, el niño tiñoso; en ellos encontramos el espíritu realista y la atención a una sociedad degradada, tan característicos de una pléyade de artistas extraordinarios. En el centro, se yergue la figura noble e idealizada del santo, tendiendo unas monedas hacia un mendigo dispuesto en un hermoso escorzo. Pero la zona del cuadro que más llama mi atención es la de la izquierda, donde se desarrolla una tierna escena familiar. Un encantador chiquillo, de esos que sólo este pintor sabe retratar, se dirige a su madre mostrándole, orgulloso, la moneda que acaba de recibir del santo. Murillo nos muestra, por tanto, los tres pasos de la caridad: los que aguardan, el que recibe, el que se siente aliviado. El gesto con que la madre acoge al niño y la expresión de complicidad que une a ambos es de esos detalles cálidos y entrañables que hacen de Murillo un artista inolvidable. Con su ternura y expresividad, estos personajes se saltan de un plumazo los siglos que los separan de nosotros. Parece ya no sólo que acaban de ser pintados, sino que están vivos, sintiendo y amando ante nuestros ojos, latiendo dentro del lienzo.


El domingo pasado, visitando la exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque en la Fundación Mapfre, me encontré por primera vez con el rostro de esta enigmática dama. No la había visto nunca y desconocía también a su autor, el francés de origen español Antonio de la Gándara, uno de los numerosos artistas con los que Zuloaga estableció lazos de camaradería y amistad durante su estancia en la capital francesa. De la muestra me gustó especialmente la sección dedicada al retrato, por la que paseé sintiendo fijas en mí miradas de otras épocas que me seguían con singular fijeza. Entre todas las que me lanzaban su reclamo, la que atrajo mi atención de forma más poderosa fue esta figura femenina que parece nadar en un indefinido nimbo verde y gris, al margen de las contingencias humanas y del paso del tiempo. Este Retrato de Marie-Louise Revillet es un perfecto ejemplo de la habilidad como retratista de su autor, Antonio de la Gándara, experto plasmador de la élite artística y social del París de principios de siglo. Hábil dibujante, exquisito y detallista, dejó una hermosa galería de ese mundo brillante y efímero. Pero he de decir que, entre todas las mujeres a las que inmortalizó ―y he visto unas cuantas desde el domingo―, ninguna tan sugerente como esta dama ataviada de negro, de sencillo peinado y rostro pensativo, cuya mirada verde parece desbordarse e inundar el mundo a su alrededor.

Las enciclopedias sitúan al pintor noruego Eilif Peterssen (1852-1928) dentro de la corriente del Neorromanticismo. Basta con ver su cuadro titulado Tarde de otoño para comprender la razón. En la estela del gran Caspar David Friedrich, Peterssen sitúa una figura solitaria en medio de la naturaleza, pero frente a las actitudes airosas y grandilocuentes de los personajes del pintor alemán, elige una actitud de recogimiento y abstracción. Todo en esta escena es pura melancolía: el gesto de abatimiento de la protagonista, la presencia de una naturaleza en irrefrenable avance hacia el invierno, los límites imprecisos de un paisaje que se pierde en la distancia, la gama cromática en la línea de los ocres y del verde hoja seca. Esta mujer sumida en sus pensamientos, o tal vez concentrada en la lectura de un libro o de una carta que intuimos sobre su regazo, está enmarcada por los troncos desnudos de los árboles, tristes y solitarios como ella; las fronteras entre lo interno y lo externo, entre los sentimientos del personaje y el mundo natural, se difuminan y forman un todo cohesionado, como sucede en las grandes obras románticas. Y qué decir del precioso tratamiento del cielo, con esos nubarrones que presagian tormentas, tanto físicas como sentimentales. Puro Romanticismo del grande, de ese que tanto me gusta, en franca extinción en una época en que se exploran otros romanticismos con minúscula.
 

El artista catalán contemporáneo Didier Lourenço crea una hermosa visión de la relación entre humanos y animales en este cuadro de título no menos hermoso: Mientras duermes. Aparte de las obvias simpatías que despierta en mí la temática de la obra, ésta tiene evidentes atractivos en su factura, en el primitivismo del rostro femenino, tratado como un ídolo ancestral, así como en la hierática y expresiva figura de su compañero felino y en la recreación del tejido floreado y del entorno, indefinido y compacto, con una textura casi mineral. Lourenço parte del estatismo y la simplicidad de los contornos para crear una imagen entrañable. Este gato que vela en completa inmovilidad el sueño de su amiga humana nos transmite un sentimiento de expectación, afecto y lealtad; la mujer dormida está rodeada del aura de placidez y seguridad de quien se sabe bien acompañado. El artista ha experimentado sin duda la grata vivencia que nos ocurre a diario a los amantes de los gatos: la felicidad de abrir los ojos y encontrar a poca distancia de nuestra cara la figura elegante de estos pequeños centinelas, solemnes y bellos como un tigre en miniatura. 

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