CARTAS DESDE EL ENCIERRO
Cuando
lo saqué del interior de una caja llena de libros de segunda mano, ignoraba que
estaba tomando entre mis manos algo mucho más grande que lo que parecían
anunciar sus reducidas dimensiones. La caja en cuestión era parte de un
donativo para la biblioteca de mi instituto; como se han producido varios a lo
largo del curso, soy incapaz de precisar su procedencia. El caso era que se acercaban
las vacaciones y yo pretendía establecer cierto orden entre los montones de
libros viejos y con frecuencia polvorientos que flanqueaban ―hasta casi
sepultarla― mi mesa de ordenador.
Me
gustan las ediciones de Acantilado, con sus portadas oscuras y su expresivo logo
que representa a un bañista lanzándose en picado, como dispuesto a sumergirse
sin concesiones en la más profunda lectura. Me gustó, en este caso, el título: Cartas de la monja portuguesa, así como
la delicada imagen de la cubierta, un detalle ―luego lo descubrí― de un cuadro
de Vermeer que representa a una mujer que escribe. Tenía, además, unas
dimensiones ideales para llevármelo de lectura veraniega; ningún equipaje se
resentiría con el añadido de sus escasas setenta páginas. Lo tomé, pues,
prestado de la biblioteca de mi instituto. Me alegro infinitamente de haberlo
hecho.
La
cuestión de la autoría de este libro es en sí toda una trama novelesca.
Apareció a finales del siglo XVII en una traducción al francés bajo el título
de Cartas portuguesas. Las firmaba
Mariana de Alcoforado, una monja que pasó casi toda su vida en el convento de
la Concepción de Beja, su ciudad natal. Según se creyó en ese momento, se
trataría de un epistolario auténtico, dirigido por su autora a un galán que
pasó fugazmente por su vida pero le dejó una huella indeleble: el conde
Chamilly, capitán de la caballería francesa que, tras participar en una empresa
bélica en Portugal, regresó a su país sin guardar el menor recuerdo de la
religiosa con la que había vivido una breve historia de amor. Es comprensible
que, con estos elementos ―el joven oficial francés y la muchacha inexperta
confinada en un convento cuyas tapias, al parecer, no fueron lo bastante altas
para evitar que su relación se consumara; la confesión arrebatada de sus
sentimientos por parte de una mujer que olvida el recato propio de su condición
religiosa; el contraste entre el confinamiento de la protagonista y la pasión que la desborda―, el libro gozara de inmensa fortuna en el marco de la literatura
galante y libertina de comienzos del XVIII.
Los
siglos posteriores vinieron a poner en duda esta atractiva idea de la hermana
Mariana Alcoforado dirigiéndose a su amante lejano desde el encierro de su
celda. La idea de que las cartas eran obra de un hombre y de que sus
protagonistas eran seres de ficción se impuso con fuerza. El motivo de
discusión estaba servido: los eruditos se alineaban en uno de los dos bandos, a
favor de la veracidad de las cartas o de su elaboración literaria.
Pero
avanzó el siglo XX y llegó una teoría nueva que participa de las dos
anteriores. La pusieron en pie dos estudiosos franceses según los cuales el
autor es, en efecto, un hombre, pero la historia que subyace a las Cartas es real: el capitán Chamilly
utilizó al escritor como confidente y estimuló su imaginación con el relato del
idilio vivido por él en tierras portuguesas. Dicho escritor sería Gabriel-Joseph de Lavergne, conde de
Guilleragues, político que ocupó el cargo de Secretario de Cámara de Luis XIV.
Carezco
de otros elementos aparte de mi gusto personal para apoyar esta teoría, que sin
duda me parece la más atractiva. El relato elaborado por un testigo externo
que, sin embargo, se ve atrapado por la intensidad de la historia; el juego
entre la Mariana real y la que pone en pie el escritor; la traición de Chamilly
a la intimidad de su relación, como culminación de otras traiciones precedentes;
la asombrosa capacidad del escritor para adoptar el punto de vista femenino y elaborar
el testimonio de una pasión frustrada con semejantes intensidad y delicadeza:
todo ello me inclina a abrazar sin duda alguna esta teoría; privilegios de
dejar de ser filóloga para ser lectora sin más. Me encanta, sobre todo,
imaginar al hombre de mundo evocando desde la corte francesa la humilde figura
de la religiosa encerrada en su convento, esa desconocida sobre la que tantas
sutilezas llegó a elaborar y a la que comprendió infinitamente más que el galán
que con tanta frivolidad abrió las puertas de su pasión para cerrárselas
después con su partida. Con un lenguaje hermoso y arrebatado, Guilleragues
ahonda en las contradicciones del sentimiento amoroso, plasmando a lo largo de
cinco breves epístolas todas las fases por las que pasa su torturada
protagonista: la añoranza, el ruego, el reproche, la ira, el desconsuelo, la
vana ilusión. Gracias a su pluma, oímos a Mariana lamentarse del desvío de su
amante, arrastrarse para conseguir su atención, descargar una rabia que la
aproxima al odio y, por encima de todo, valorar la belleza y la fuerza de sus
propios sentimientos hasta límites que sobrepasan una morbosa complacencia. «Amadme siempre y hacedme sufrir otros males todavía», le suplica en un momento
dado con contradictoria y sincera emoción. Emoción que, me parece, podrá
comprender todo lector que alguna vez haya amado sin esperanza.
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