PRIMEROS PLANOS (y VIII)
En
el año 2010, el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes recayó en una
cinta dirigida por Xavier Beauvois que relata los últimos tiempos de un pequeño
grupo de monjes franceses establecidos en las montañas de Argelia, donde
vivieron en armonía con la población musulmana hasta su secuestro y asesinato
durante la guerra civil de los años noventa. De dioses y hombres es una película de ritmo lento y reflexivo,
llena de silencios y sobrentendidos, como conviene al retrato de la vida en una
comunidad trapense. Hay un momento extraordinario, que es el que traigo hoy a
esta sección: avisados del peligro que corren y puestos en la tesitura de
aceptar la protección del gobierno argelino o de regresar a su país, los monjes
acuerdan finalmente quedarse y continuar con su pacífica rutina, desarrollando
sus labores y ayudando a la población local en sus necesidades. Una vez tomada
tan difícil decisión, vemos a los nueve protagonistas reunidos en el refectorio
y dispuestos a cenar; uno de ellos enciende un transistor que deja escapar las
notas de El lago de los cisnes de
Tchaikovsky. La cámara se pasea entonces de un lado a otro de la mesa,
acercándose a los rostros de los personajes, a través de los cuales descubrimos
cómo el agradable clima inicial va evolucionando hacia la inquietud y la
tristeza, a medida que se impone en todos la certeza del peligro que afrontan.
Los primeros planos son cada vez más cercanos y denotan un cúmulo de
sentimientos encontrados: júbilo, compañerismo, serenidad, aceptación del
destino, miedo al futuro, desconsuelo. Recuerdo el enorme impacto emocional que
causó en mí esta secuencia cuando la vi por primera vez y que no difiere mucho
del que me sigue causando a día de hoy, después de múltiples visionados. Sin
mediar una sola palabra, y con la colaboración inestimable de la música del
gran maestro ruso, Beauvois nos hace transitar con increíble intensidad por el
territorio que media entre la alegría de estar vivo y el temor ante la cercanía
de la muerte.
Si tuviera que elegir una secuencia que encarnara para mí el Romanticismo en su sentido genuino, sin duda elegiría esta, perteneciente a una atípica película del cine español: El sueño del mono loco, rodada en inglés por Fernando Trueba en 1989 con actores de distintas nacionalidades. El sueño del mono loco narra la deriva personal de un novelista estadounidense, interpretado por Jeff Goldblum, que es contratado para escribir el guión de una película que será rodada por un tipo misterioso, por cuya hermana, una jovencita de oscura personalidad, se siente pronto fascinado. Todo es inquietante en esta historia: la inestabilidad sentimental del protagonista, los personajes que lo rodean, los ambientes en que se desarrolla la trama, en un París nocturno y en ciertos momentos espectral. La secuencia que he seleccionado me causó tanto impacto cuando la vi por primera vez, hace más de veinte años, que apenas he tenido que revisarla para recordarla a la perfección. En ella llega a su máxima expresión ese tono de pesadilla presente a lo largo de toda la cinta. El protagonista se ha embarcado en una macabra aventura, una excursión clandestina a los sótanos donde se conservan los cadáveres no reclamados, para su utilización por los estudiantes de medicina. En el fondo de su corazón, sabe lo que va a encontrar allí abajo: el cuerpo de su joven amada, desaparecida sin dejar rastro. Toda la secuencia está salpicada por expresivos primeros planos de Jeff Goldblum, en cuyo rostro se refleja el horror del espectáculo que contempla, en contraposición con la frivolidad malsana de los otros asistentes. El momento del encuentro con la amada muerta es portentoso. Bello, intenso, macabro, sobrenatural. Lo dicho: Romanticismo en estado puro.
Para
evitar un término inglés cuyo uso y abuso en los últimos tiempos me resulta
irritante, encabezaré estas líneas explicando que quien no haya visto la
misteriosa película de Brad Anderson titulada El maquinista y desee conservar la incógnita sobre su desenlace,
debe abstenerse de seguir leyendo. Y también, por supuesto, de ver las imágenes
que acompañan a este texto, que contienen la explicación de su inquietante
trama. El maquinista es una película
rodada en 2004 y protagonizada por un irreconocible Christian Bale, sometido a
una transformación corporal extrema que lo convirtió prácticamente en un
cadáver ambulante. Esa exigencia física va acompañada por una interpretación
intensa y perturbadora: Bale encarna a Trevor Reznik, un tipo solitario que
vive atormentado por extrañas presencias que lo rodean y por un sentimiento de
angustia cuyo origen desconoce. Una pregunta asalta una y otra vez su mente
agitada y enferma: «¿Quién eres tú?»
La cinta abunda en estremecedores primeros planos en los que el protagonista
escruta su rostro en el espejo, en busca de una clave que le ayude a disipar la
niebla que lo envuelve. La secuencia que traigo hoy aquí pertenece al desenlace
de la historia. Observando su propio reflejo, Reznik recupera por fin el
momento de su pasado que ha conseguido olvidar a base de construir en su
cerebro una enredada trama de irrealidad. La cámara que nos acerca al rostro
demacrado del personaje nos lleva también al interior de su mente, a la raíz de
sus remordimientos y al pozo sin fondo de su desolación.
El
fino olfato para la tragicomedia de Federico Fellini se une al extraordinario
talento de la actriz Giulietta Masina para crear uno de los desenlaces más
redondos de la historia del cine: el que pone punto final a las desventuras de
la conmovedora protagonista de Las noches
de Cabiria. He escrito “punto final” donde en realidad debería haber puesto
“punto y seguido”, puesto que este célebre plano no hace más que dejar abierta
la posibilidad de que esta tristísima heroína, la prostituta que es engañada
una y otra vez, vuelva a confiar en la humanidad y emprenda nuevas aventuras en
busca del amor verdadero. En la escena anterior, Cabiria ha sido abandonada y
robada por el hombre en el que había depositado su ilusión. Deshecha y
humillada, emprende el regreso a casa en mitad de la noche. Es entonces cuando
se encuentra con un grupo de jóvenes que vuelven de una fiesta; el animado
grupo canta, da voces, camina o avanza en moto, la rodea con su despreocupada
algarabía. El contraste entre el desamparo de nuestra protagonista y la
jovialidad de los muchachos es un elemento dramático de primer orden, pero el
gran Fellini no se queda ahí: poco a poco, Cabiria se deja llevar por esa
felicidad que la envuelve y, en un primer plano portentoso, nos muestra la
sonrisa que va iluminando su rostro. Una de las jóvenes la saluda y ella
responde con un movimiento de cabeza que repite una y otra vez, para dirigirse
a todos los presentes. En un segundo magistral, la actriz posa su mirada en
nosotros, los espectadores, y nos saluda también con su triste sonrisa. Era
fácil que una historia como esta se desviara hacia el terreno del
sentimentalismo blando, pero Fellini lo evita con un hábil golpe de timón. Es
difícil concebir un desenlace mejor. Agridulce, sutil, inteligente, contenido.
Dejamos a nuestra heroína rodeada de música y juventud, sonriendo una vez más,
dispuesta para nuevas aventuras que, lo sabemos de sobra, la conducirán a
nuevos desencantos. Es un final que no es final, sino que nos remite a la
repetición hasta el infinito del fracaso al que están abocadas nuestras
ilusiones.
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