VIVIR DENTRO DE UNA HISTORIA
En un momento de su novela Brooklyn Follies, Paul Auster hace contar a uno de sus protagonistas, el estudioso y entrañable Tom Wood, la historia de la muñeca viajera que escribía cartas a su dueña. Es una anécdota sobradamente conocida, que ha hecho correr ríos de tinta y ha dado pie a novelas e incluso al divertido episodio del gnomo de jardín que envía a su dueño fotos de sus periplos por el mundo en la deliciosa película francesa Amélie. Parte del encanto de la historia reside, qué duda cabe, en su sorprendente asociación con la figura del novelista Franz Kafka.
Por si alguien no la conoce todavía, seré muy breve: Cuentan que Kafka se encontró en una ocasión con una niña que lloraba amargamente por la pérdida de una muñeca. Conmovido por la pena infantil, el escritor le explicó que su muñeca no estaba perdida, sino que se había marchado de viaje, y a partir de ese momento, el incomparable creador de algunas de las más inquietantes pesadillas de la literatura del XX se dedicó a escribir para su amiga una serie de cartas en nombre de la muñeca viajera, que al parecer sirvieron para proporcionar consuelo a la pequeña. El novelista no cejó hasta que dejó a la muñeca casada y emprendiendo una nueva vida, y a su dueña satisfecha por tan feliz desenlace. En mi opinión, la historia no produciría tanto impacto de haber sido protagonizada por otro escritor. A mí me entusiasma la imagen del padre del hombre-insecto Gregor Samsa trabajando con esmero para curar una herida infantil. Uno de los autores con más poder para conmocionar moralmente a sus lectores, incapaz de soportar el llanto de una niña. No sé si la historia será verídica, pero merecería serlo.
Traigo aquí esta conocida anécdota porque Tom Wood, el protagonista de Auster, concluye su relato con una frase portentosa. Dice lo siguiente, a cuenta de la pequeña amiga de Kafka y su alegría recuperada: “…cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen”. Es, qué duda cabe, un tema muy literario. Empezando por nuestro inmortal hidalgo manchego, la historia de las letras está surcada de personajes que creen ser lo que no son, que se consuelan imaginando o mintiendo o reinventando la realidad para hacerla más soportable. Toda esta reflexión me viene a la cabeza porque he leído hace poco una hermosa novela de Juan Marsé que habla de la fantasía y de las posibilidades que esta ofrece para escapar de un mundo difícilmente habitable. Se trata de El embrujo de Shanghai.
Un viajero clandestino venido de allende los Pirineos relata a una niña enferma y a su amigo adolescente las sorprendentes aventuras del padre de ella. Resulta así que el padre ausente deja de ser el hombre que huyó de España abandonando a su hija para transformarse en un héroe entregado a una misión superior. Gracias a ese relato de pistoleros y mujeres fatales, de criminales de guerra y amores prohibidos, los protagonistas de El embrujo de Shanghai dejan de vivir durante un tiempo en la Barcelona hostil de la posguerra, con sus miserias, sus derrotados y los últimos destellos de la lucha contra una dictadura cada vez más asentada, para trasladarse a un Shanghai mítico, casi se diría que en Technicolor, donde las pasiones y los dramas son siempre grandiosos y donde no existe la mezquindad de la vida cotidiana. Pero no nos engañemos: Marsé no es tan optimista como Auster. El lector tiene la sensación de que ese entramado fastuoso y frágil se va a venir abajo en cualquier momento, como un castillo de naipes, y que el narrador quedará en evidencia como un gran mentiroso, y la niña volverá a ser la pobre muchacha abandonada por su padre. El mismo Marsé nos lo anticipa a través del poema que lee el quimérico héroe de la historia cuando navega rumbo a Shanghai, esperando encontrar allí una nueva vida. Se trata del impactante poema de Cavafis titulado La ciudad, en la traducción hasta entonces inédita de Ángel González:
Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste.
La conclusión que saca el lector es instantánea: no es posible fugarse de la propia vida; los viajes reales y los de la imaginación solo nos conducen de vuelta hacia nosotros mismos. Tras leer estos hermosos versos, uno espera el final triste e inevitable. Pero decía antes que Marsé no es tan optimista como Auster, y el caso es que la anterior cita de Brooklyn Follies termina de esta manera: “Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.” ¿Y qué ocurre después, cuando la historia se desvanece? Eso Auster no nos lo cuenta. Tal vez porque tiene la suerte de habitar un mundo imaginario.
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