ESCENAS DEL BARRIO

Esta mañana, camino del supermercado, me he encontrado con una bulliciosa familia marroquí. Dos mujeres empujando sillitas de niños, varios chavales de corta edad correteando en torno a ellas. Todos hablaban animadamente con el que les quedaba más cerca; una de las mujeres llevaba, además, enganchado en la sillita del crío un transistor que dejaba salir una música rítmica de tonalidades orientales. Iban delante de mí, a buen paso, pero de pronto ha sucedido algo que los ha dejado a todos clavados en el sitio y me ha dado la posibilidad de alcanzarlos. Una niña de unos seis años había lanzado el grito de alarma y todos se habían detenido, mirando hacia atrás. La niña, que al principio parecía asustada, estaba en realidad presa de una gozosa excitación: señalaba la calle a los lejos y reía y corría al encuentro de alguien. No pude evitar mirar en la misma dirección que todos ellos y descubrí el motivo del alborozo. Era el padre de familia, que se acercaba sorteando el tráfico montado en una bicicleta. Todos se alegraron de verlo, pero ninguno tanto como la hija, que le recibía con carantoñas de cachorro. Me sonreí y seguí mi camino hacia la acera de enfrente. Desde allí me volví una vez más y contemplé el desenlace de la historia.

La niña de seis años saltaba y se agitaba de nuevo, pero ahora a causa de un berrinche. Las mujeres se habían puesto otra vez en marcha y conversaban sin hacerle caso. El padre se alejaba en su bicicleta calle adelante, llevándose sentado delante de él en el sillín al mayor de sus hijos, un chico de unos nueve años. La niña que se quedaba en la acera no admitía el desprecio y desahogaba a gritos su rabia. Achacando la preferencia por el hijo varón a una cuestión cultural, meneé la cabeza, luchando por no pasar en mi fuero interno a mayores conclusiones. Entonces vi que uno de los hermanitos pequeños se acercaba a consolar a la niña desdeñada y que esta lo rechazaba con un movimiento airado de su brazo derecho. Recordé en el acto que no era la primera vez que la veía al descubrir que le faltaba la mano derecha y que su bracito terminaba en un muñón diminuto. Comprendí que el padre había elegido para el paseo en bicicleta al hijo que podía agarrarse al sillín con las dos manos.

Apreté el paso, camino del supermercado. A esas alturas, a la niña ya se le había pasado la rabieta y corría perseguida por su hermano menor. A mí los ojos se me habían llenado de lágrimas. Tendréis que perdonarme: soy una llorona incorregible.

Comentarios

  1. No se puede elegir el sitio en que se nace, ni el momento, la familia, el sexo o el nivel de discapacidad que se va a tener. Me pregunto, en determinadas circunstancias, qué puede elegir en su vida una mujer discapacitada. A lo peor nada. En cualquier caso, espero que esta niña encuentre en su camino buenos maestros y profesores, que tampoco se eligen. Alguien que pueda y sepa verla y además conseguir que ella se vea a sí misma.

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  2. Está claro que somos especialmente sensibles a estos temas, supongo que a causa de nuestra dedicación a la enseñanza (o quizá es al revés: nos dedicamos a la enseñanza porque nos preocupan estos temas). Cuando me di cuenta de que a la niña protagonista de esta escena le faltaba la mano, casi lo primero que me vino a la mente fue imaginarla en la escuela, escribiendo, manejando útiles de dibujo, pegamento, cartulinas, unas tijeras. Tantas, tantas dificultades, de golpe. Luego me acordé de un muchacho al que también le faltaba una mano y al que conocí desempeñando el oficio de cajero en un supermercado. Era un prodigio ver su nivel de concentración para suplir su carencia y marcar el precio de los productos a toda velocidad. Apenas se notaba una diferencia de eficacia con respecto a sus compañeros de las cajas vecinas. Tal vez sí se puede elegir con una discapacidad así, pero el camino se aparece tan plagado de obstáculos que da vértigo asomarse siquiera a él. Qué milagro, ver en estos instantes mis dos manos correteando sobre el teclado.

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  3. Tienes razón, Bea, da vértigo. En lugares donde la mujer no es valorada, donde no tiene acceso a la cultura, ni al voto, ni a decidir sobre su vida, si además naces discapacitada física o psíquicamente... En eso pensaba ayer cuando me refería a no poder elegir.
    Hace muy poco ha muerto un señor de mi pueblo. Le faltaban los brazos y las piernas, por completo, de nacimiento. Cuando ya tenía bastantes años se descubrió que fue por causa de un medicamento que se recetó a madres embarazadas y produjo esas malformaciones. Consiguió tener una vida lo más normalizada posible, mucho en realidad para vivir en un pueblo tan pequeño, con tantas limitaciones. Estudió psicología, se casó con una mujer canaria maravillosa que lo conoció por la tele, cuando salió en el programa Un mundo para ellos. Ella dejó su isla, su familia, su vida y aquí se quedó. Maravillosa, increíble mujer. Tuvieron una hija, completamente sana. Una preciosa niña que tenía loco a su padre. Nunca vi triste a este hombre, es más, ofrecía terapia gratis a personas del pueblo que quisieran ir a verlo. Se hace raro no verlo en su silla dando una vuelta por ahí, con su voz de tenor, llamando a alguien a voces, entrando en un bar. Una vez dijo que no echaba de menos brazos ni piernas porque los brazos y piernas de la gente de su pueblo eran los suyos; siempre que los necesitaba se los prestaba el primero que pasaba. De niño era el portero del equipo del colegio, y vaya si paraba.

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