MAMÁ

Hace un par de meses, al subir al escenario para recibir el Premio Feroz de Honor, Pedro Almodóvar protagonizó uno de esos clásicos momentos en que el galardonado, presa de la emoción, tiene que interrumpir su discurso. El momento era por completo estelar: el auditorio puesto en pie aplaudiendo y una nutrida representación de “chicas Almodóvar” vestidas de gala, sonrientes tras pronunciar por turno encendidas declaraciones de amor a su padrino cinematográfico. Se había proyectado además un vídeo con un popurrí de escenas de las películas del homenajeado. ¿Se podía acaso esperar otra cosa? Por supuesto, Almodóvar tomó el trofeo, se encaró con el público, inició su discurso y se puso a llorar. Suelo desconfiar de los alardes de emotividad en los acontecimientos sociales y me molesta de forma especial la proliferación de lágrimas con que acompañan ciertos famosos sus apariciones en los medios, pero en este caso a mí también se me trabó algo en la garganta cuando oí explicarse al lloroso galardonado con estas palabras: «En este tipo de premios es donde uno no debe llorar, pero habéis puesto una imagen de mi madre...»

La visión de Almodóvar tapándose la cara, incapaz de continuar, me trajo a la memoria una anécdota que había olvidado, de los tiempos en que yo era una entusiasta estudiante de arte dramático que absorbía cada palabra de las pronunciadas por su profesor de interpretación. Este se desvivió durante tres años por enseñarnos a bucear en nuestras propias emociones para encontrar la conexión con los personajes que encarnábamos y dotar así de autenticidad a nuestras acciones en escena. Con frecuencia nos contaba anécdotas que nos iluminaban en ese sentido. En una ocasión, nos habló de un ejercicio actoral (no recuerdo con quién o dónde lo había conocido o tal vez experimentado) que consistía en explorar las emociones que producía la repetición de una simple palabra: “mamá”. Recuerdo cómo los alumnos escuchamos el relato en respetuoso silencio, tal vez un poco descolocados. Éramos muy jóvenes. De haber puesto en práctica el ejercicio en aquel momento, quizá no habríamos obtenido más resultados que aquellas vagas efusividades que nos desbordaban a diario, en nuestro empeño por interpretar con intensidad. Hoy, varias décadas después, sería muy distinto si nos pusiéramos a ello. Confieso que yo no me atrevo.

No habría vuelto a pensar en esto que acabo de contar de no ser por algo que sucedió hace unos días, cuando me dirigí a uno de mis alumnos para pedirle el número de teléfono de su madre. El muchacho lo escribió en un pedazo de papel que cortó con diligencia y no demasiada habilidad. Me lo tendió. El número estaba escrito con trazos irregulares y rodeado de manchas de tinta; el papel parecía haber sido cortado a mordiscos. Es difícil concentrar tanto descuido en un acto tan mínimo. Pero no fue eso lo que llamó mi atención en aquel momento, sino lo que el chico había escrito junto a las cifras. No me había anotado el nombre de la madre, para que yo supiera cómo dirigirme a ella, ni el suyo propio, acompañado del pertinente “madre de…” En lugar de eso, había escrito, con su letra vacilante, una sola palabra: “mamá”. Me aparté sin decirle nada. Sentí que aquel trozo de papel se había vuelto de un valor incalculable, porque albergaba toda la ternura del mundo.

Comentarios

  1. Me ha encantado, me ha conmovido también.Me llega mucho como te expresas .Gracias!

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  2. Gracias a ti. Si algo he aprendido en todas las actividades importantes de mi vida (la enseñanza, la literatura) es el valor de las emociones compartidas.

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