VENTANAS ABIERTAS

Fluye hacia su final este extraño curso de bocas tapadas, de alumnos deambulando en fila por pasillos divididos en carriles y señalizados con flechas como pequeñas autovías, de profesores pertrechados con altavoces, portátiles, cables y cámaras web, a medio camino entre tripulantes espaciales y hombres o mujeres orquesta. De estudiantes sentados en mesas separadas, de pantallas de ordenador divididas en recuadros con iniciales que ocultan a los alumnos conectados desde casa. De tráfico ordenado ―aunque no siempre― arriba y abajo de las escaleras, de advertencias furibundas de profesores y conserjes al que se sale del camino trazado. De reuniones remotas con padres, de ceremonias de graduación retransmitidas a las familias, convertidas en habitantes de un planeta lejano al que no nos es posible acceder. De colas frente a los servicios. De ventanas perpetuamente abiertas.

Me llegan testimonios de colegas de distintas regiones comentando las penalidades climáticas a las que se han enfrentado ellos y sus alumnos en los últimos meses, en estos centros en continuo estado de ventilación. Sus experiencias son muy similares a la mía. En diciembre sacamos las prendas térmicas del fondo de los armarios y acumulamos capas de ropa; establecimos turnos de rotación para que el puesto junto a la ventana ―en tiempos nada lejanos, posición de privilegio― no recayera todo el año en las mismas personas. Algún que otro estudiante vivió su momento de gloria pandémica cuando, sacando pecho, se ofreció a permanecer siempre junto a la ventana abierta, expuesto a los elementos. Algún otro, más modesto, se resignó a seguir la clase con las piernas envueltas en una manta. No todos hemos nacido para los grandes gestos. Pero estos rigores térmicos no son lo único que se ha colado por las ventanas; otro enemigo menos llamativo se ha filtrado junto con el frío helador, el viento y la humedad, o el sol de justicia de los últimos días. Es un enemigo sinuoso, al que corremos el riesgo de acostumbrarnos y que nos golpea de forma inmisericorde con su agresión continuada.

He de precisar que doy clase en un instituto en el centro de Madrid. Algunas de sus aulas se abren al patio central, otras a una calle pequeña y con poco tráfico, el resto a una vía transitada. Este curso, me ha tocado impartir la asignatura de Literatura Universal en una de estas últimas. Allí me estaba esperando un enemigo peor que el frío. La vía en cuestión se ve afectada por frecuentes atascos y tiene además una obra eterna donde acuden camiones causantes de periódicos colapsos. Contenedores de vidrio dispuestos a intervalos estratégicos acogen en sus entrañas inusitadas acumulaciones de botellas de los bares de la zona, en una cascada que parece no ir a terminar nunca. La sinfonía de bocinas y motores llega a su apoteosis cuando un timbre anuncia que la vecina estación de bomberos ha recibido un aviso de emergencia. La vida parece quedar en suspenso mientras se oye el ruido del camión que se lanza a la calle, el aullido de la sirena alertando a los conductores que, mágicamente, consiguen abrir un paso en la vía abarrotada. En esa aula, con las ventanas abiertas de par en par sobre el fragor urbano, he sido muy feliz durante los últimos meses haciendo lo que más me gusta: hablar de literatura. Bien es verdad que mi felicidad ha tenido matices especiales y que la asignatura no me ha parecido exactamente la misma que en años anteriores. Y es que resulta que, cuando Odiseo se ha hecho atar al mástil de su navío por su tripulación, lo que ha oído no ha sido el canto de las sirenas, sino la música atronadora de la radio de un coche detenido en el semáforo con las ventanillas bajadas. La megafonía de los vehículos de propaganda electoral se ha colado en medio de las diatribas de Voltaire, y he creído ver pasar a los nibelungos encaramados a la escalera del camión de bomberos. Los íntimos versos de los poetas románticos han adquirido una sonoridad bronca, casi militar: era la única forma de hacerse oír en medio de los bocinazos. He tenido que recitar a grito pelado, lo confieso, los doloridos versos de Petrarca por la muerte de su amada Laura. Los juguetones versos de Catulo han adquirido trazas de arenga.

Con frecuencia les he comentado a mis alumnos que, cuando volvamos a dar clase como antes, viéndonos las caras, sin conexiones ni interferencias, con el frío y el ruido retenidos al otro lado de las ventanas, nos va a parecer que no hay asignatura difícil ni obstáculo que no se pueda superar. Será muy pronto, confío. Odiseo volverá a oír las voces sobrenaturales de las sirenas y los versos de Keats y de Emily Dickinson sonarán suaves, sin aristas, directamente junto al oído de cada lector. El sombrío personaje de Poe podrá captar en el silencio de la noche, con perfecta nitidez, los latidos del corazón delator. Los guerreros del divino Aquiles, las huestes de Carlomagno y el ejército de Macbeth habrán derrotado a su enemigo el ruido. Los duendecillos de la noche de San Juan serán los encargados de hacerlo prisionero, encerrándolo tras un cristal.

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