METÁFORA BLANCA


Medio Madrid está jugando en la calle. La vista desde mi ventana evoca un paisaje invernal de Brueguel el Viejo, plagado de figuritas multicolores que se recortan sobre la nieve. Veo a avezados esquiadores que surcan la cuesta de San Vicente; a chavales que se lanzan pendiente abajo montados en trineos o en tablas de snowboard. A primera hora solo había exploradores solitarios, pero a eso de las once han empezado a aparecer las familias con niños. Se hunden en la nieve hasta las rodillas, se lanzan bolas, se observan unos a otros entre el regocijo y el asombro. Los perros dan cabriolas a cámara lenta, ralentizados por el hundimiento de sus patas en la gruesa capa blanca. Las parejas se hacen selfis en medio de la ventisca, enlazados y anónimos bajo sus capuchas y mascarillas. Hábiles montañeros adelantan a los paseantes ―más bien torpes― con el diestro juego de sus bastones.

Pero otra parte de la ciudad no está jugando. Gente sin techo ha tenido que separarse de sus animales ―amigos, familiares más bien los llamaría yo― para dormir en albergues. Otros, recalcitrantes, han permanecido en sus refugios callejeros. La Cañada Real ha pasado la noche sin electricidad ni agua caliente. Hay un número inconcebible de personas atrapadas en coches y autobuses, supongo que mirando con angustia cómo desciende el nivel del combustible. Sanitarios bloqueados en hospitales, doblando turnos porque el relevo no puede acceder. Órganos para transplantes que no llegan a tiempo. No quiero imaginar las emergencias, las enfermedades, caídas, ataques de todo signo a los que es imposible atender; los traslados que no se podrán realizar y que tendrán trágicas consecuencias. 

Perdonad mi humor oscuro, en contraste con esta capa blanca que se ha desplomado sobre nosotros. Las dos caras de esta belleza me tienen desconcertada. Esta nevada, de una magnitud que los madrileños no recordamos, me parece una elocuente metáfora de la condición humana.

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