LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2018)
Con
mi habitual impermeabilidad a los títulos que son un fenómeno de ventas,
desconocía por completo la existencia de un joven escritor suizo llamado Joël
Dicker, que en 2012 saltó a la fama de la mano de una novela de suspense
titulada La verdad sobre el caso Harry
Quebert. Tal vez no me habría fijado nunca, de no ser porque entró en juego
mi amor por la pintura y la habilidad de los diseñadores editoriales para crear
cubiertas atractivas. Resulta que un día, paseando la vista por una biblioteca
ajena, descubrí un volumen en cuya cubierta aparecía una imagen de estilo
inconfundible. Se trataba, como comprobé en seguida, de un fragmento del cuadro
de Edward Hopper titulado Retrato de Orleans. El efecto que aquel
paisaje urbano sugerente y melancólico tuvo en mí fue inmediato: me lancé a
sacar el libro del estante en el que se encontraba y pedí permiso a su
propietario para leerlo. Fue así como me encontré con el enigmático
planteamiento que da pie a una larga y ramificada trama de más de seiscientas
páginas: un joven escritor al que un éxito temprano ha dejado sin inspiración
busca la ayuda de su profesor de literatura de la universidad y se encuentra
con que éste está implicado en la desaparición y asesinato de una adolescente.
Confieso que mi relación con la novela de Dicker ha sido bastante irregular:
reconozco la habilidad del autor para construir intrigas alambicadas y que
nunca parecen resolverse del todo; la novela es, de hecho, un constante juego
de construcción y desmantelamiento de teorías que explican la extraña muerte de
la joven Nola, que, según la versión, nos parece un ser angélico, un demonio, o
ambas cosas al mismo tiempo. Abreviando: se trata de un puro juego de pistas y
despistes, trampas y engaños al lector. El que tenga dispuesto el ánimo para
jugar, lo disfrutará sin duda. Yo me quedo con la relación entre maestro y
discípulo, con las reflexiones sobre el arte de escribir una novela y sobre el
paso fugaz e inaprensible de la inspiración.
El
campeón de la nostalgia y la melancolía, Patrick Modiano, se aparta por
completo en su última novela hasta la fecha de una estructura narrativa al uso.
No es que Modiano haya sido desde hace tiempo (¿lo ha sido alguna vez?) un
novelista convencional, pero en Recuerdos
durmientes elimina todo rastro de linealidad para construir la trama a base
de las evocaciones de una serie de mujeres que pasaron fugazmente por la vida
del protagonista y narrador medio siglo atrás. No establecieron con él
relaciones de especial trascendencia ni perdurabilidad, pero ―en un juego
típico de Modiano― se las han arreglado, cada una a su manera, para convertirse
en recuerdos recurrentes. Como si se tratara de una hilera de recortables,
tirar de la primera supone sacar unidas por las manos a todas las demás. De
esta manera, el narrador viaja al pasado desde la última etapa de su vida para
recorrer distintos momentos de su adolescencia y juventud vinculados a esas
figuras efímeras, misteriosas, necesariamente incompletas. Para recorrer
también, como no podría ser de otra manera en un libro de este autor, las
calles de un París tamizado por el filtro de los años y de la evocación.
Habitaciones de hotel, cafés abiertos de madrugada, calles desiertas en las
tardes de verano son los escenarios en los que el narrador se encuentra y se
reencuentra con estas mujeres que se dejan conocer a medias, que se revelan y
se ocultan, cobran relevancia y se difuminan en las sombras de la memoria.
A
veces me da un poco de vergüenza estar tan al margen de las modas, desconocer
libros que todo el mundo lee e ignorar la existencia de sus correspondientes
versiones para televisión. Pero esta ignorancia de lo actual tiene sus
ventajas, como acabo de experimentar al acercarme sin ningún tipo de dato
previo a la novela de Margaret Atwood El
cuento de la criada. El sabor arcaico del título y la imagen de la cubierta
de la edición de Salamandra, con esa inquietante y claustrofóbica visión de dos
mujeres ataviadas cual modelos de Vermeer y confinadas por un muro, llamaron mi
atención y me llevaron a iniciar una lectura sobre la que no tenía referencia
alguna. Lástima de inclusión de un prólogo de la autora delante de la novela:
fue entonces cuando supe que me encontraba frente a una distopía y no frente a
una fábula situada en los tiempos de las brujas de Salem (aunque, en realidad,
ambas cosas tienen mucho en común). Aun así, adentrarme en la lectura fue un
sorprendente ingreso en un mundo distinto e inesperado. A mí El cuento de la criada me está
impresionando por muchas razones, más allá de la obvia e impactante visión de
un futuro aterrador en el que la mujer y su capacidad de albergar nuevas vidas
se convierten en la causa de las mayores aberraciones. Margaret Atwood tiene la
suficiente sutileza como para no caer en el defecto, tan común en los autores de
novelas futuristas, de intentar poner al lector en antecedentes del nuevo
estado de cosas en los primeros párrafos de la novela. La protagonista, un ser
fronterizo entre el mundo que nosotros conocemos y otro que acaba de
instaurarse, avanza en su nueva vida refugiándose una y otra vez en sus
recuerdos; nosotros avanzamos con ella, al principio a oscuras y estupefactos,
vislumbrando poco a poco el sentido global de esos extraños ritos y costumbres
que la narradora y protagonista va describiendo. Un universo oscuro,
desesperanzado e inquietante, claustrofóbico como la afortunada imagen de la
cubierta de la edición de Salamandra, captado con un lenguaje expresivo y sin
concesiones. Toda una sorpresa ―nunca mejor dicho― para esta lectora.
Hace
un par de meses se publicó en nuestro país la primera novela de Henning
Mankell. Rectifico: según cuenta el mismo autor en el prólogo, El hombre de la dinamita no fue ni mucho
menos la primera novela que escribió, sino la primera que consideró digna de
ser presentada a editoriales. Se trata, de hecho, de una obra que sorprende por
su madurez y elaboración, inesperadas en una ópera prima. El joven Mankell, al
que le faltaban aún unos cuantos años para cumplir los treinta, demuestra un
increíble dominio técnico; lo que podría ser una novela directa y sin
complicaciones sobre la dureza de la vida de los trabajadores en la Suecia de
comienzos del XX se convierte en un rico mosaico construido desde perspectivas
distintas y con constantes saltos temporales. Nada es lineal ni simple en esta
novela sobre la vida del más ―en teoría― sencillo de los hombres; sin embargo,
el resultado se aleja del mero alarde formal para transmitir con eficacia una
honda reflexión sobre el compromiso político, el paso del tiempo y la
aceptación de la vejez. La dura existencia de un dinamitero le sirve a Mankell
para hablarnos sobre la fraternidad de la clase obrera, la entereza frente a la
adversidad y la irrenunciable dignidad de los humildes. Una obra conmovedora de
un autor con el que me habría encantado charlar largo y tendido, y no sólo a
través de su literatura. Tal vez en otra vida.
Más
trabajo para el enterrador es un verso de una burlona canción de music hall y es también el divertido –y ambiguo— título
de una novela de Margery Allingham, una de las grandes damas británicas de la
narrativa detectivesca. En su línea de rescatar textos y autores poco conocidos
en el ámbito español, la editorial Impedimenta
publicó hace unos meses este “nuevo
caso criminal para Albert Campion”, como reza el subtítulo, y lo hizo con
su habitual gusto exquisito para cubierta y maquetación. Albert Campion es,
como se deduce de lo que acabo de decir, el detective creado por Allingham y
que protagonizó un buen número de sus historias. En esta lo vemos enfrentado a
una excéntrica familia arruinada, a su no menos excéntrico vecindario y a una
calle que por razones desconocidas tiene una fama terrible entre ciertos
sectores de la población. Humor, dobles sentidos, conversaciones ingeniosas y
giros sorprendentes: en contra de lo que hace pensar el título, los crímenes
son contados y no se acumulan precisamente a los pies del elegante y perspicaz
Campion, que resuelve la intriga más a base de conversaciones y penetración
psicológica que de escenas de acción. Y, sin embargo, lo que sí es cierto es
que el enterrador de esta historia vive una temporada especialmente agitada.
Pero nada es lo que parece. No digo más.
¿Por qué los gatos se quedan a veces con la boca
entreabierta ante la proximidad de un congénere? ¿Por qué se cansan en seguida
de sus juguetes pero, en cuanto se los cambiamos por otro distinto, reanudan su
juego con entusiasmo? ¿Por qué un juguete que se rompe entre sus garras les
resulta más atractivo? ¿Ven el mundo con los mismos colores y definición que
nosotros? ¿Les hacemos un favor cuando traemos a casa otro felino para que les
haga compañía o, por el contrario, atentamos contra el animal asilvestrado y
solitario que sigue habitando hasta en el fondo del más casero de los mininos…?
Todas estas preguntas y muchas más que nos podamos plantear los amantes de los
gatos encuentran respuesta en este inteligente y exhaustivo estudio sobre el
comportamiento del más doméstico –aunque nunca lo llega a ser del todo― de los
felinos. El zoólogo John Bradshow une ciencia y experiencia personal para
meternos, como el título reza, En la mente de un gato. El resultado es a
la par esclarecedor e inquietante. A medida que uno avanza en la lectura, se va
dando cuenta de hasta qué punto estaba equivocado al creer que conocía bien a
esos animales misteriosos que están a la vez tan cerca y tan lejos de nosotros.
Me he acercado a esta novela con una doble
expectación: por un lado, se trataba de la primera que leía de Kingsley Amis,
un autor que había despertado hacía tiempo mi curiosidad; por otra parte, Stanley
y las mujeres me llegaba precedida de una fama de obra incómoda desde el
punto de vista ideológico, en las antípodas de lo políticamente correcto. He de
decir que, en estos tiempos en que el arte –sobre todo el dirigido a las nuevas
generaciones― se ve sometido a un escrupuloso escrutinio desde el punto de
vista moral y en el que el constante sentimiento de ofensa por parte de
colectivos de todo tipo pone en apuros a artistas de variado pelaje, me
resultaba atractiva la idea de adentrarme en terrenos espinosos. Deseos de
llevar la contraria o afán de novedad: quién sabe. He de decir que Stanley y
las mujeres me ha parecido una obra curiosa, no tan incómoda en su
ideología como se me había anunciado (la misoginia del protagonista-narrador y
de alguno de sus conocidos me resulta, en comparación con los terribles sucesos
que la realidad nos brinda en lo tocante al maltrato a las mujeres, una simple
pose, más bien inofensiva). Me ha resultado también interesante, en especial en
lo que es para mí el meollo de la trama, que curiosamente se aleja de la idea
recogida en el título: lo más atractivo de la historia de este Stanley elitista
y despectivo es la relación con su hijo, un joven al que conocemos ya inmerso
en un proceso de locura que le conducirá al ingreso en un psiquiátrico. El
angustioso avance de la enfermedad del muchacho, sus excentricidades iniciales
que derivan hacia actos violentos, las posiciones encontradas de los médicos a
la hora de hacer un diagnóstico y la terrible sensación de desvalimiento frente
a un enemigo intangible al que no es posible hacer frente forman lo más sólido
de esta novela difícil que –al menos para mí― se lee de una sentada. El
antipático Stanley, alter ego de un Kingsley Amis inmerso en un proceso de
divorcio en el momento en que escribió la novela, es también un padre que no
sabe cómo afrontar la más difícil de las situaciones. Imposible no conmoverse
con él.
Me encanta este apartado de tu blog por un momtòn de cosas. Por un lado me das ideas para nuevas lecturas, por otro me reencuentro con autores que a las dos nos han gustado desde siempre y, por último, porque me permite ver desde otra óptica lecturas que había hecho previamente. Y me encanta descubrir coinciencias y divergencias en el encuentro con cada libro, con cada autor, con cada historia.
ResponderEliminarEs verdad que contrastar impresiones con otros lectores es parte del encanto de leer. Y lo de dar ideas me gusta, sobre todo si pienso que un buen número de ellas procede de colegas blogueros que me han brindado excelentes sugerencias, que a través de mí pasan a otras personas que tal vez las difundan a su vez. Me gusta pensar en esa tupida red de intercambio entre amantes de la lectura.
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