ELOGIO DEL CUYO
Hará
cosa de un mes, escuché por la radio una entrevista a un autor novel (aunque no
precisamente joven) que acaba de publicar una novela. Preguntado sobre la trama
de esta, respondió lo siguiente: «Es la historia de un
chico que su padre es herrero». La
frase chirrió en mis oídos. Creo que mi primera reacción fue la de cerrar los
ojos, como si con ello pudiera negar el sonido que aún rebotaba en mi cerebro
(por fortuna, no iba conduciendo mientras escuchaba la radio). Aparte de la
notoria incorrección, me había dolido la ausencia de una palabra que últimamente
echo en falta en conversaciones, escritos (no solo de mis alumnos) y medios de
comunicación. O mejor diré que lo que me dolió fue su sustitución por el plano,
polivalente y manoseado “que”. ¿Qué está ocurriendo con nuestro viejo y querido
“cuyo”?
Es
inevitable acordarse de la cita alojada desde hace siglos en la memoria de los
españoles del más variado nivel de instrucción: «…de cuyo
nombre no quiero acordarme». ¿Será posible que esta
fórmula pegadiza y fluida, grata para el recuerdo, se convierta algún día en
una expresión retórica y ajena? Ya me parece estar oyendo a los escolares del
futuro, haciendo memoria en honor al bueno de don Miguel: «En un lugar de la Mancha, que no quiero acordarme de su nombre…». Horror.
La eliminación de este modesto bisílabo de nuestros
escritos y conversaciones no es una cuestión banal. Sin ahondar en
profundidades lingüísticas, diré que supone la desaparición de una palabra con un
cometido muy concreto, que enlaza ideas expresando con precisión la relación
existente entre ellas. Gracias a elementos como este, el castellano no es una
simple acumulación de signos que se suceden linealmente, se acumulan y suman
sus significados sin importar demasiado el orden en que se dispongan. “Cuyo” es
un puente tendido entre poseedor y poseído, entre quien dispone de algo o lo
contiene y aquello que está a su disposición o en su interior. Expresa
relaciones de pertenencia, parentesco, proximidad, correspondencia (qué
similares y qué distintas a la vez expresiones como “el niño cuyo padre”, “la
casa cuya fachada”, “el nombre cuya primera letra”…). “Cuyo” es preciso y a la
vez está abierto a múltiples matices. Utilizarlo bien nos obliga a detenernos,
a disponer con cuidado nuestras palabras; nos obliga a pensar. Es una pequeña
pieza que se inserta con precisión en el engranaje de nuestro idioma, que ayuda
a elaborar esa preciosa filigrana que es el acto de hablar. Creo que a estas
alturas se me ha notado ya: amo esta palabra pequeña, humilde, que no es sonora
ni hermosa ni suele ocupar un puesto destacado en poemas ni canciones, pero a
la que don Miguel de Cervantes, que era muy sabio, le otorgó un lugar de honor
en la historia de la literatura. «En un
lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…» Prueben a decirlo
mejor. Seguro que les resulta imposible.
Gracias por la regañina tan magistral, respetuosa y dulce. Por algo tu prosa es tan brillante, además de imaginativa y creadora. Un abrazo. Pili Zori
ResponderEliminarGracias a ti, Pili, por ser siempre tan receptiva a lo que escribo. No sé si pretendía ser una regañina..., pero, desde luego, no iba dirigida a personas como tú, que tanto cuidan las palabras. Un abrazo.
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