LOS CUADROS DE ABRIL (2015)

Vencido es el título de este cuadro del pintor estadounidense George Hitchkock (1850-1913). Sería imposible encontrar otro título mejor: la obra recoge toda la tristeza del fracaso, el profundo desaliento del que abandona la lucha tras contemplar el naufragio de sus expectativas. Lo que presta singularidad al cuadro y atrajo mi atención de inmediato cuando hace unos pocos días lo contemplé en una exposición es lo inesperado del emplazamiento en el que se desarrolla la escena: esa hermosa extensión cubierta de flores que es la antítesis de un campo de batalla y que contrasta por su colorido con el desconsuelo del protagonista. Por la información que he reunido sobre este pintor al que desconocía hasta ahora, Hitchkock desarrolló gran parte de su carrera en Europa, especialmente en Holanda, como resulta obvio por la ambientación y la indumentaria del soldado, que nos remite a una imprecisa guerra de la antigüedad. Este pintor fue además un excelente paisajista, y es precisamente su sabiduría en la plasmación de la naturaleza lo que dota a este cuadro de un encanto especial. No me caracterizo precisamente por mi ardor patriótico, pero aun así me conmueve este joven desesperanzado que hunde la cabeza en el pecho y arrastra por el suelo su estandarte en un gesto de melancólica derrota. A mí esta escena me habla de un fracaso que va más allá de lo puramente bélico: el hermoso campo que es testigo de su retirada me parece un símbolo de lo inalcanzable, de la felicidad por cuya consecución se ha luchado y a la que finalmente no queda más remedio que renunciar. 

Cuando la familia del pintor francés Leon Bonnat (1833-1922) se trasladó a Madrid por motivos profesionales, marcó sin pretenderlo la futura carrera artística de su hijo adolescente. El joven Bonnat aprovechó este cambio en las circunstancias de su vida para frecuentar el Museo del Prado y establecer una estrecha relación con los grandes maestros allí expuestos; de ahí la evidente huella en su pintura de los barrocos españoles, sobre todo de Velázquez, por quien sintió especial veneración. Así lo atestigua este retrato de la hermana del artista: el fondo gris, la sobriedad cromática y la libertad de la pincelada nos hablan de una lección muy bien aprendida. Este cuadro tiene la intensidad de las obras sencillas que aciertan por la perfecta adecuación entre fondo y forma. La más familiar de las modelos, retratada en una pose sin pretensiones, con una austeridad en el colorido que roza lo monocromático, le bastan a Bonnat para crear un retrato de enorme expresividad. A mí me produce un singular placer el juego de tonalidades: la sutil gradación de los grises del fondo, el hermoso blanco reluciente del vestido, que atrae mi mirada como un imán. No hay adornos, visiones edulcoradas de la infancia ni actitudes complacientes en este cuadro que alcanza la difícil perfección de lo sencillo. Una figura solitaria y un entorno indeterminado nos hablan con elocuencia de la ternura hacia la infancia y del amor entre hermanos, y producen en nosotros una simple y depurada emoción.


Hace unos días, una lectora que es además colega de la enseñanza me dejó un comentario en una entrada sobre un cuadro del siglo XIX con el tema del Descendimiento de Cristo. En él aparecía una representación especialmente conmovedora de María Magdalena, personaje que, según me comentaba la citada lectora, le produce una gran fascinación. Explicaba asimismo que estaba buscando una obra de ese mismo siglo que recreaba dicha figura y que no conseguía localizar; por la descripción que me hacía y por el estilo pictórico en el que la encuadró, se me ocurre que se podría tratar de Lamentaciones de María Magdalena sobre el cuerpo de Cristo, del pintor suizo Arnold Böcklin. Como no tengo otra manera de contactar con esta persona que tan amablemente me hizo partícipe de sus inquietudes, incluyo el cuadro en esta sección, con la esperanza de que lo vea si vuelve a pasarse por este espacio. Böcklin es un hábil creador de imágenes que producen una alta dosis de inquietud. Esta representación de Cristo muerto nos descoloca desde el comienzo: el artista parte de la tradicional composición de la Piedad, pero sustituye la dolorida figura de la Virgen por este personaje carnal y exuberante que da rienda suelta a su dolor sin la contención característica de María; hay algo perturbador en el intenso contraste entre la carnalidad de la Magdalena y la lividez del cadáver objeto de su lamentación. El desgarrador realismo en el tratamiento del cuerpo muerto y la buscada teatralidad del gesto de su acompañante crean una imagen de enorme impacto, difícil de olvidar. A ello se une la enorme carga expresiva en la elección de los colores: en medio del blanco predominante, destacan como violentos brochazos la melena rubia de la mujer y ese velo negro, tratado con extraordinario alarde técnico, que sirve de puente entre las dos figuras, la femenina y la masculina, la animada y la inmóvil, unidas así en la común tristeza de la muerte.
 
Este mes de abril estoy llegando tarde a casi todo. No se trata ahora de poner excusas sobre la acumulación de trabajo, sino de subsanar, con unos días de retraso, la imperdonable omisión de no haber dedicado ni una línea en este blog al Día del Libro de este año 2015. Espero compensarlo con la elección de un cuadro en el que la lectura ocupa un lugar central. Se trata de Cuando ella era una niña (Margaret Foley), de la pintora estadounidense Lilian Westcott Hale (1880-1963). Westcott pertenece a ese grupo de artistas en la estela del impresionismo que han quedado eclipsados por la enorme popularidad de la que gozan los grandes maestros de dicha corriente. Se trata de una pintora elegante, que con gracia y delicadeza capta la psicología de los personajes que se sitúan frente a su lienzo. La modelo de este retrato tiene la actitud de ensimismamiento característica de los que están a punto de abandonar la infancia para adentrarse en terrenos más escabrosos. Nos da la impresión de que fue dispuesta en tan formal actitud, acicalada para la ocasión, pero se ha olvidado de posar a medida que su mente ha ido divagando hacia otros territorios. Sumida en ese mundo personal la ha inmortalizado la artista. A mí me gusta pensar que el vuelo de su imaginación sigue el sendero que le ha trazado el libro abierto sobre su regazo. El cuadro es, por otra parte, un delicado juego de pinceladas de extraordinaria armonía cromática. Un bello homenaje, en definitiva, a la lectura. Para eso no se llega nunca demasiado tarde. 

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