SUEÑOS DE PIEDRA
Es
curioso cómo funcionan los archivos de la memoria: ante la imposibilidad de
mantener todos los datos disponibles y en perpetuo estado de alerta, estos van
siendo alojados en capas sucesivas, algunas tan profundas que se parecen
demasiado al olvido. Los detalles, los nombres y fechas que habitan esos
estratos tan hondos están fuera de nuestro alcance voluntario. No podemos
sacarlos a nuestro antojo y exhibirlos, no podemos hacer uso de ellos en muchas
ocasiones en que nos serían útiles. Pero basta un estímulo exterior para dar un
tirón del hilo al que están conectados y traerlos de golpe a nuestro universo
consciente. A mí esto me ocurre muy a menudo (se conoce que he alcanzado ya esa
edad en que las capas almacenadas exceden con mucho mi capacidad de recordar).
La última vez me sucedió el pasado martes, cuando oí por la radio la noticia de
la muerte del escultor Josep Maria Subirachs.
Por
alguna razón que se me escapa, desde que empecé a visitar museos hace ya muchos
años, mi atención se inclinó de forma clara por la pintura. Retengo nombres de
pintores y títulos de cuadros desde mi más tierna infancia, de forma en
ocasiones compulsiva. La escultura siempre ha ocupado un lugar secundario, pese
a ser también para mí una fuente de intensas emociones estéticas. Y sin
embargo, por alguna extraña consigna a la que mi cerebro obedece, tiendo a
olvidar los nombres de los autores. Por eso, cuando escuché que un escultor
llamado Subirachs acababa de morir a los 87 años, casi me resigné a no asociar
ese nombre con imagen alguna. Pero entonces ocurrió: un ruido de engranajes,
una emoción inexplicable, un aire venido del pasado. Una tarde de verano, una
sensación de asombro, el cuello entumecido de tanto mirar hacia lo alto. Este
hombre que acababa de morir era el autor de uno de los conjuntos de piedra más
asombrosos que he contemplado jamás en vivo: la fachada de la Pasión de la
Sagrada Familia de Barcelona.
Leo
ahora que ese loco maravilloso que fue Gaudí calculó que esta fachada sería
decorada por la posteridad, según criterios acordes a los nuevos tiempos. Leo
también que está orientada al oeste y que recibe por ello la luz del sol hasta
su puesta. Yo ignoraba todo eso cuando hace ya años la visité y caí presa del
asombro. En efecto, era una zona del templo bendecida por el sol: tengo fotos
delante, joven y entusiasmada, recibiendo de pleno la luz rojiza de la tarde de
verano. Y en efecto, lo que imperaba allí no era el gusto escultórico realista
y decorativo que caracterizaba al resto del edificio. Dominaban las líneas
rectas, la estilización audaz, la expresividad dura y sin concesiones. Los
personajes tenían cierto aire futurista: los soldados que conducían a Cristo
portaban cascos y corazas de reminiscencias galácticas, la corona de espinas
era un extraño tocado geométrico, la Verónica se había convertido en un ser sin
rostro que parecía extraído de un mal sueño. A mí me dejó sin palabras el
atrevimiento de aquel escultor cuya identidad desconocía y que había tenido el
valor de propinar semejante golpe de efecto a un edificio dominado por la más
lírica de las ensoñaciones.
Creo
que no hace falta explicar que esta fachada de la Pasión me entusiasmó. Corrí a
comprarme una postal que recogía alguno de sus detalles; fue allí sin duda
donde leí el nombre de su autor, que quedó archivado en mi memoria. Pedí a mi
acompañante que me hiciera una foto delante de la escultura que más me había
fascinado. Esa escultura representa a un guerrero que frena su caballo e
inclina el cuerpo hacia atrás en una diagonal de fuerte dinamismo. Lleva un
casco coronado por pinchos y con su diestra descomunal incrusta una lanza en el
muro del templo. Es el soldado Longinos, el que según la tradición cristiana
atravesó el costado de Jesucristo, transformado por la imaginación de ese mago
llamado Subirachs. Hasta hace unos días había olvidado el nombre del escultor,
pero todos estos años me ha acompañado la imagen de su poderosa criatura de
piedra.
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