LECTURAS DE LA PASADA PRIMAVERA (2012)
Los tiempos muertos pueden ser en ocasiones increíblemente fructíferos. Para el joven Daniel, recién salido del colegio y a la espera de incorporarse al puesto de aprendiz de joyero que su madre le ha buscado, esos meses de tregua suponen un viaje en una triple dirección. De la mano del lunático capitán Blay, el pobre viejo al que acompaña en su deambular por el barrio, aprende el difícil camino del ideal y las empresas imposibles. Su relación con la joven Susana, confinada en su alcoba por la tisis, le hará salir al encuentro del amor y de la edad adulta. Y oyendo las historias que les cuenta a ambos el misterioso Forcat, miembro de una red de opositores al régimen, emprenderá el vuelo hacia un Shanghai mítico, de tintes cinematográficos, plagado de aventureros, villanos y mujeres que encarnan la perdición. Todo ello, sin abandonar la Barcelona triste y gris de la posguerra. Marsé escribe una deliciosa novela sobre la aventura y la necesidad de la fantasía, y que nos habla, más que nunca, de la dureza del mundo real, del que solo se puede escapar gracias a la imaginación.
El personaje que sirve de hilo conductor a los relatos que componen El hombre ilustrado es una metáfora perfecta del cerebro de un narrador. La piel de este hombre tatuado de pies a cabeza alberga cientos de personajes y situaciones; si alguien observa con atención una parte de su cuerpo, los dibujos que hay en ella cobran vida y cuentan una historia. Solo hay un espacio vacío en esta piel ilustrada, y en él, inevitablemente, queda grabada la impronta del que la observa. Así es, sin duda, el cerebro de Bradbury: poblado de criaturas, paisajes, acontecimientos que se desbordan y que han obligado a trabajar sin tregua a este autor que, según confiesa en el prólogo de este libro, escribe y escribe “para no estar muerto”. Así es, también, la labor de sus lectores, que con sus propias reflexiones multiplican y completan las ricas sugerencias, las implicaciones infinitas que abre cada uno de los relatos de este hombre sabio.
“Basta de lágrimas”. Con estas tres palabras da comienzo la novela Artemisia, de la escritora italiana Anna Banti. Es la frase de ánimo que la autora se dirigió a sí misma tras presenciar, en el año 1944, el ataque del ejército nazi contra su ciudad natal, Florencia. Aparte del tributo de vidas humanas, casas y edificios históricos que se cobraron las minas al estallar, el episodio causó la destrucción del manuscrito que contenía una primera versión casi concluida de esta novela. La historia de la composición de algunos libros es apasionante. Es el caso de esta Artemisia, que quedó sepultada entre las ruinas de la casa de Anna Banti y que fue reescrita durante los tres años siguientes. Lo curioso es que este libro tenazmente creado y vuelto a crear es una evocación de una vida también marcada por la tenacidad: la de la pintora romana del siglo XVII Artemisia Gentileschi, enfrentada a los prejuicios de su época y a las limitaciones derivadas de su condición femenina. Sin duda, esas tres palabras iniciales de la novela, “basta de lágrimas”, se las dirigió más de una vez a sí misma la heroína de Anna Banti a lo largo de su existencia dura, valiente y llena de obstáculos.
Carlos Galván, un actor retirado que pasa sus últimos años en un asilo regentado por monjas, se dedica a evocar los años en que recorría los caminos de España con su compañía teatral para actuar en círculos recreativos, cafés y todo tipo de escenarios improvisados. Llevados por sus recuerdos, conocemos las fondas modestas, los incómodos coches de línea, las largas caminatas de los actores desde la parada del autobús hasta los pueblos, cargando con los bultos del atrezzo. Oímos el arrastrar de las sillas de los lugareños que se agolpan para ver las funciones, asistimos a los momentos fuertes de cada representación, nos lamentamos por los auditorios vacíos a causa de la competencia del fútbol y de los hombres del cine, que recorren los mismos pueblos llevando otra nueva ilusión, la del celuloide. El viaje a ninguna parte es una novela a la vez divertida y tristísima: el lector se sonríe constantemente con las anécdotas de la vida de estos seres singulares, pero al mismo tiempo se siente incómodo por su desarraigo, su incapacidad para salir de ese continuo vagabundeo que, ya desde el mismo título, amenaza con no llevarles a destino alguno. Es un emocionante homenaje a estos hombres y mujeres de teatro a los que hacemos más justicia llamándoles “cómicos”, hermosa palabra en desuso, a la vez brillante y modesta, llena de magia y poder de evocación.
Leer Sangre inocente de P. D. James supone para el lector emprender un viaje en múltiples direcciones. La escritora británica pisa en terreno cenagoso y nos plantea a través de los hechos que relata dilemas morales difíciles de solucionar. ¿Es posible la redención de alguien que ha cometido un acto monstruoso? Los lazos de la sangre, ¿están por encima de las nociones de justicia y moralidad? ¿Es justificable la venganza por parte de quien se ha visto despojado de aquello que más amaba? ¿Los hechos reprobables de la edad adulta pueden encontrar una explicación –tal vez una disculpa- en los sufrimientos experimentados durante la infancia? De la mano de la autora nos adentramos también en territorios físicos variados, exploramos el Londres sórdido de las casas de vecindad y los hoteles baratos igual que las moradas elegantes de la clase media alta. Nos mezclamos con los trabajadores, con los excluidos, con los que luchan a brazo partido por sobrevivir, pero también con los ricos que hacen ostentación de su condescendiente cordialidad hacia los menos favorecidos. Es difícil encontrar culpables en esta falsa novela de crímenes que en realidad es una radiografía del alma humana. En última instancia, lo que va a realizar el lector es un viaje hacia el interior de sí mismo.
Recordar a la propia abuela; qué mejor forma de empezar un libro consagrado a los recuerdos de infancia. Pero esa abuela tuvo otra abuela, que a su vez tuvo otra abuela, que a su vez… Y ese viaje en el tiempo, que en el caso de la mayoría de las familias se pierde en la noche de la incertidumbre, conduce al escritor sefardí Angel Wagenstein a la imagen de una lejanísima antepasada de pelo rizado color azabache que llora agarrada a las argollas de la puerta de la judería de Toledo, el día en que su familia parte al exilio. Es la escena inicial de la novela Lejos de Toledo, y el acontecimiento que trae consigo que, más de cuatro siglos después, el joven Berto, trasunto del escritor, viva en la pintoresca y multicultural ciudad búlgara de Plóvdiv y tenga una abuela que sigue atesorando la lengua de sus ancestros, que, aunque ella misma lo ignora, no es otra que el castellano que hablaban los judíos de finales de la Edad Media. Lejos de Toledo es un continuo vaivén de la memoria; el novelista toma al lector de la mano y lo lleva una y otra vez al Plóvdiv de su infancia, multicolor, habitado por encantadores y bulliciosos grupos étnicos de diverso origen, los armenios, los búlgaros, los gitanos, los turcos. Asistimos a las divertidísimas evoluciones del abuelo del protagonista, Abraham, apodado “El Borrachón”; a la alborotada convivencia entre los jefes de las distintas religiones: el pope, el rabino, el mulá. Son todos ellos personajes vitales, ingenuos, trazados con la deliciosa sencillez de lo que pertenece a un mundo evocado e irremisiblemente perdido. Pero en este “viaje extraordinario al país de mi infancia”, como lo califica su autor, se impone cada cierto tiempo el contrapunto del presente, de la uniformidad de los tiempos modernos, de la especulación, del poder del dinero. Tal vez se viva más cómodamente en ese Plóvdiv de edificios de hormigón, pero el lector echa de menos el sonido de los violines de los gitanos, el alboroto de las mujeres camino del baño turco, las broncas entre grupos étnicos que se solucionaban, cómo no, en la taberna.
Douglas Spaulding tiene doce años. El verano de 1928, apenas unas horas. Encaramado al último piso de la casa de sus abuelos, el joven Doug recibe el nuevo día como se merece: teatral y autoritario, sopla para que se apaguen las últimas estrellas; apunta con su batuta imaginaria las ventanas del vecindario, que se encienden una a una; ordena a los habitantes del pueblo que vuelvan a la actividad, y las casas se llenan del ruido de pisadas. Es el director de orquesta del milagro del amanecer, del regreso del verano. Se trata de la escena inicial de El vino del estío de Ray Bradbury, relato de un verano único, poblado por máquinas de la felicidad, ancianos capaces de rescatar el pasado, viejecitas que surcan las calles conduciendo automóviles portentosos. Pese a lo que pueda parecer, no se trata de un viaje al futuro, sino de la evocación de un pasado memorable, como todos los veranos de nuestra juventud. Estas páginas hipnóticas de Bradbury tienen sobre el lector el mismo efecto que el misterioso vino que elabora el abuelo del protagonista con la llegada del calor: cuando se abre una botella meses después, se trae de vuelta al presente toda la belleza de la estación ya ida.
Cada vez que leo tus "lecturas" de primavera, invierno, ... me entran unas ganas enormes de leer o releer lo que tú ya has leído. Tienes la capacidad de despertar no sólo el interés sino, yo diría, la voracidaz por lo que lees. ¡Qué lío!
ResponderEliminarL.
Pienso que una de las cosas hermosas que tiene el mundo es que la gente sepa contagiar el amor por lo que le gusta. Seguro que encontramos muchos ejemplos a nuestro alrededor: hay quien contagia sus ganas de ayudar a los demás, o su respeto a la naturaleza, o los deseos de aprender más, o simplemente -y no es poco- su alegría. Me encanta pensar que yo contagio las ganas de leer. Maravillosa enfermedad esta, que una vez contraída, no admite curación.
Eliminar