EN EXPOSICIÓN (y XXVII): CARAVAGGIO 2025
No llegó a cumplir los cuarenta y, pese a ello, es un pintor inagotable por la profusión de sus obras y por la intensidad de estas. Llevo años encontrándome cuadros suyos en viajes y visitas a exposiciones (¿cómo se puede pintar tanto y tan bien en una vida breve y turbulenta como la suya?), pero es la primera vez que tomo un avión y me recorro casi dos mil kilómetros para poder contemplar su obra en vivo. El Palacio Barberini de Roma reúne hasta el 6 de julio veinticuatro cuadros de procedencia muy diversa de este genio del claroscuro, literal y metafórico, en la exposición Caravaggio 2025. Quienes frecuentamos los museos de Madrid nos reencontraremos en ella con amigos viejos o recientes, como la hermosísima Santa Catalina de Alejandría del Museo Thyssen o el Ecce Homo exhibido desde hace un año en el Museo del Prado. Pero la muestra brinda también la oportunidad de encontrarse frente a frente con cuadros célebres de procedencias dispares o de descubrir obras poco difundidas, pertenecientes algunas de ellas a coleccionistas particulares. No puedo ni imaginar lo que será tener un Caravaggio colgado en el salón de casa.
Un Caravaggio joven, divertido y juguetón plasma situaciones cotidianas como esta en la primera etapa de su trayectoria pictórica. Aún no se ha sumido en las tinieblas de sus obras de madurez ni en el universo turbio y violento de sus grandes composiciones de tema religioso. Con veinticinco años crea esta encantadora escena que tuvo un éxito inmediato, a juzgar por la abundancia de copias que de ella se hicieron. Se trata de Los jugadores de cartas, cuadro que se incorporó muy pronto a la colección Barberini, tras la muerte de su primer poseedor. En un ambiente luminoso, alejado de los intensos claroscuros de su obra posterior, Caravaggio sitúa a los protagonistas de su pequeño drama. Un joven de rostro angelical está concentrado en sus naipes mientras los otros dos implicados en la partida despliegan todos sus recursos para engañar: uno comunica por gestos a su compinche cuáles son las cartas del candoroso joven y el otro extrae de su cinturón unos naipes que va a incorporar de forma fraudulenta a la partida. La situación no va a terminar bien y el espectador lo sabe, pero no puede evitar sonreír ante la expresiva mueca del tramposo que transmite la información luciendo al gesticular unos guantes de dedos agujereados. Es extraordinario el tratamiento de los tejidos y la mesa con sus objetos constituye, como ocurre con frecuencia en los cuadros de este autor, una preciosa naturaleza muerta en sí misma.
El mayor descubrimiento de la exposición fue para mí este cuadro titulado Marta y María Magdalena, procedente del Instituto de Artes de Detroit. Se trata de una obra poco conocida y de la que no he sido capaz de encontrar una reproducción adecuada en la red; elijo por ello la fotografía que hice durante mi visita y que, con todas sus limitaciones técnicas, me parece que recoge de forma más fiel la intensidad del colorido original. Han pasado un par de años desde los joviales jugadores del cuadro anterior y Caravaggio anda sumido ya en las profundidades del tenebrismo. Tal vez la solemnidad del tema lo lleva a una visión menos luminosa, aunque las dos figuras bíblicas representadas, Marta de Betania y María Magdalena, aparecen plasmadas como dos mujeres reales, con esa mirada desmitificadora tan característica de Caravaggio, que trae los temas religiosos al nivel de lo puramente humano. Marta es la sugerente figura de la izquierda. Emergiendo de la sombra, hurtando casi el rostro a nuestra contemplación, realiza un elocuente ademán dirigido a su compañera. Las manos son una maravilla: bellas, carnales, expresivas. Se diría que Marta está usando los dedos para hacer recuento de lo que debe decirle a su interlocutora y no olvidarse de nada. Ocupando la mayor parte del lienzo se encuentra María Magdalena, sacada de la oscuridad por un potente foco de luz, sujetando una flor blanca contra el pecho y apoyada en un espejo, símbolo de la vida superficial que Marta le reprocha y que está a punto de abandonar. Esta conversación que no aparece en los textos bíblicos tiene un fuerte contenido simbólico: sencillez frente a presunción, modestia frente a vanidad. Ese juego de opuestos encuentra su plasmación gráfica en el contraste entre la penumbra y la luz. Y, milagros de la creación artística, mi mirada se desvía de forma inevitable hacia la zona más oscura del cuadro, donde la humilde Marta, inconsciente de su belleza, permanece sumida para siempre en sus hondas reflexiones.
El cuadro más espectacular de la exposición es tal vez El prendimiento de Cristo, procedente de la Galería Nacional de Dublín. Caravaggio elimina lo anecdótico y sobre un fondo oscuro despliega a los siete individuos que intervienen en la acción; el tamaño del lienzo se adecúa así a la estatura de los personajes que lo habitan y el drama que se desarrolla es, por tanto, puramente humano. El que tradicionalmente es el motivo central de esta escena del evangelio, el beso de Judas, es desplazado hacia la izquierda por este maestro de las composiciones diferentes y, a la vez, de indudable eficacia. El rostro de Cristo es muy similar al que encontramos en otras obras salidas del mismo pincel: un Cristo hermoso, sereno y conmovedor en su sufrimiento. En torno a él se aglutina un tropel de seres atrapados por la pasión, el traidor que parece dudar en el último instante, los soldados dispuestos a emplear una fuerza desproporcionada, el joven al que le puede más la curiosidad que la compasión y el discípulo que alza los brazos y lanza un grito de horror. Las manos que agarran, sujetan o se crispan tejen un entramado de relaciones paralelo al de las miradas. Me sorprende de forma especial, en esta constante subversión de las iconografías clásicas, la colocación en el punto central del lienzo del brazo cubierto por la armadura, un prodigio de maestría en la plasmación de las texturas y los efectos de luz, pero también el triunfo de la brutalidad en doloroso contraste con la mansedumbre de Jesucristo. Todo un compendio de teatralidad, fuerza, tragedia y violencia: Caravaggio puro.
A Caravaggio le quedaban apenas unos meses de vida cuando pintó El martirio de Santa Úrsula, que hoy en día pertenece a los fondos del Museo de Italia de Nápoles. Aunque estudios recientes lo ponen en duda, me gusta creer que este es el último lienzo sobre el que se deslizaron los pinceles del artista, poco antes de que un oscuro lance, nunca aclarado del todo, pusiera fin a su agitada existencia. Y digo que me gusta esta teoría porque hay algo mágico y espectral en esta escena de martirio que la singulariza dentro de la trayectoria de su autor. Una Santa Úrsula pálida, como bañada por la luz de la luna o como si su inminente muerte se hubiera apoderado de ella con celosa solicitud, es el principal foco de atención en esta composición extraña, rápida y abocetada. Contemplándola, se tiene la impresión de que al artista le urgía terminar la obra, como preso de un funesto presentimiento. Los soldados del fondo están desdibujados, son una simple maquinaria de ejecución colectiva, carente de rasgos individuales. El primer plano lo ocupan las dos únicas figuras trazadas con detalle, el soldado que lanza la flecha mortal y la joven inmóvil que mira la herida de su pecho, entregándose con dulzura a la muerte. Decía antes que se trata de un cuadro extraño; en su contemplación se percibe que hay en él algo inaprehensible y fantasmal. La bella y conmovedora Úrsula parece a punto de desvanecerse, y con ella la justicia y la bondad del mundo, para ceder el paso a la más profunda de las tinieblas.
Extraordinario pintor que, por motivos que desconozco, se pudo sustraer a la servil tarea de pintar reyes, reinas, duques, infantas y otras gaitas que tanto talento han ensombrecido.
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