EL MAR DE LOS SUEÑOS
Estoy
cansada. Tengo un par de horas libres. O más bien: tengo un par de horas libres
porque estoy cansada y decido no trabajar más. Se me ocurre emplear ese tiempo
inesperado en ver una película. No una serie, esa ficción dosificada en cápsulas
adaptadas a la prisa, el ajetreo, la falta de concentración, la impaciencia (un
episodio me parece la medida de la incapacidad moderna para la reflexión, la
perfecta encarnación de la inmediatez y la vehemencia que dominan nuestras
vidas). Hoy pretendo sumergirme en una historia larga y conclusa, que no me
remita a otro rato perdido días después. Me acomodo pues en el sofá y me
conecto a una plataforma que, como un avestruz, despliega frente a mis ojos su
repertorio de piezas cinematográficas. Con el mando me voy desplazando sobre
ellas. Por turno, el rectángulo que contiene título y créditos se agranda, ocupando
el espacio de la pantalla, y una de las escenas de la película cobra vida. Veo
policías persiguiendo a malhechores por ciudades oscuras, veo a damas y
caballeros victorianos requebrándose en perfecto inglés británico, veo
graciosos o grotescos (o ambas cosas) muñecos de animación moviéndose en un
frenesí de ruidos y colores. Y, de pronto, veo el mar. No es un mar cualquiera:
es el mar de mis sueños.
Pedro
Almodóvar estrenó Julieta en 2016 y, por alguna razón que ahora se me
escapa, no fui a verla a pesar de ser desde muy jovencita (desde aquellos tiempos
delirantes de Fanny McNamara y Laberinto de pasiones) una fervorosa
almodovariana. A pesar también de tener hace unos años la oportunidad de darle
clase a una de las actrices jóvenes de la cinta, una personita deliciosa, de
esas que ha mantenido vivo mi entusiasmo por la enseñanza, pese a las
dificultades. Dan igual las razones; el caso es que ayer vi por fin Julieta y
lo hice movida por algo que no esperaba: en uno de los planos de la película aparece
una ventana con vistas a un mar tempestuoso que parece extraída de uno de mis
sueños más recurrentes. La ventana en cuestión es la de la casa de Xoan, un pescador
que es la pareja de la protagonista. El espectador ve por primera vez dicha
ventana a la vez que Julieta, cuando esta va en busca del hombre del que se ha
enamorado en un fugaz encuentro en un tren y se da de bruces con las aguas que
parecen lamer los muros mismos de la casa. La joven, asombrada, solo puede
exclamar: «¡El mar!». La criada que la recibe le responde que la vista
impresiona mucho cuando se ve por primera vez. Así es, pero en este punto de la
trama la visión es tranquilizadora. Las aguas azules y apacibles, los barcos
que se mecen en su superficie. Es la casa de un hombre de mar y esa ventana parece
una invitación a entrar en su alma. De hecho, la historia de amor no ha hecho
más que empezar.
Pero
pronto, pocos minutos de metraje después —todo ocurre rápido, con
extraordinaria libertad, en estos melodramas de Almodóvar—, la oscuridad se
cierne sobre la pareja. Tienen una hija casi adolescente, se han querido y se
quieren, pero los celos y la desconfianza hacen acto de presencia. Hay una
discusión entre ambos, ella sale de casa furiosa y él se hace a la mar. Y
entonces llega la tormenta. El cielo se desploma sobre el pueblo y Julieta, que
regresa en un taxi, entra en la casa y observa el exterior. Y es en ese momento
cuando se suceden dos planos maravillosos. El primero nos muestra las tres
hojas de la ventana, bordeadas por unos azulejos con motivos marinos y por un
poyete con dos objetos de cerámica. Y, al otro lado de los cristales, latiendo
con furia, un mar oscuro, turbulento, amenazador. En el siguiente plano, la
actriz Adriana Ugarte —Julieta joven— se acerca a la ventana y, de espaldas al
espectador, observa inmóvil el cataclismo que se cierne sobre su existencia.
Para explicar la emoción que sentí al contemplar la escena que acabo de describir basta decir que llevo muchos años soñando con casas que dan al mar. No me refiero a casas desde cuyas ventanas o balcones se tenga una visión cercana de las aguas; en los edificios de mis sueños (que lo mismo son pisos laberínticos que apartamentos vacacionales o chalés) el mar está ahí mismo, tan cerca que con frecuencia salpica balcones y ventanas y se diría que basta con estirar un brazo para sentir en la mano el contacto de las olas. Es un mar siempre nocturno, sea de día o de noche, y la superficie casi negra me atrae y me produce a la vez un miedo impreciso. No puedo dejar de mirarlo, como la protagonista de Almodóvar, pero, también como ella, presiento que me transmite un mensaje inquietante. En mi sueño soy consciente de tener la inmensa fortuna de poseer, o de haber heredado, o de estarme alojando por un tiempo indeterminado en esa casa que no tiene vistas al mar, sino que forma parte de él. El mar de mis sueños es fuente de felicidad y también de desasosiego. Pero ya no debería llamarlo así: es el mar de otros sueños, otras fabulaciones, otras construcciones mentales. Me pregunto cuántas de las personas con las que me cruzo diariamente sienten en los muros de sus sueños el chocar de una masa negra y profunda de agua cuyo significado no saben desvelar.
En mi pueblo diempre se dice la mar .
ResponderEliminarEs lo que tenéis los oriundos de tierras que tienen una relación estrecha con el mar (la mar). Los de tierra adentro podemos amarlo tanto o más que vosotros, pero siempre usamos ese masculino que indica añoranza de lo que nunca se ha tenido, deseo de lo lejano.
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