El 16 de junio de 2023, apareció
en la red social X el siguiente mensaje: «Sigo buscando cuadros de mi tía
abuela para una expo en el @MuseoThyssen que la sacará del olvido». La cuenta
en la que se publicó el anuncio está a nombre de Toya Viudes de Velasco; la tía
abuela que en él se menciona es la pintora Rosario de Velasco. Esta declaración
de intenciones culmina un año después con la exposición monográfica dedicada por
el Museo Thyssen de Madrid a esta artista a la que el empeño de su descendiente
ha sacado de un olvido injusto e incomprensible. Rosario de Velasco fue
contemporánea de los laureados poetas del 27 y de esa generación paralela de
mujeres cuya importancia se ha reivindicado en los últimos años, como ha
sucedido con la también pintora Maruja Mallo. Son múltiples y enrevesados los
senderos que llevan al olvido (o al ninguneo) de un artista, y sospecho que en el
caso de Velasco han operado, aparte de cuestiones ideológicas de esas que con
frecuencia enturbian el juicio de la posteridad, su adscripción a la pintura
figurativa y su clasicismo, tan alejado de las vanguardias que fueron signo de
distinción en su época.
Nada más entrar en la
muestra, el visitante se encuentra frente a este prodigio de claridad. Siento especial
atracción por los cuadros en los que predomina el color blanco; por ello no he
dudado en seleccionar esta obra entre un conjunto que me ofrecía numerosas
opciones atractivas. María del Mar en Vilanova es un retrato de la hija
de la pintora, que envuelve a su pequeña protagonista en un mágico y luminoso
entorno. El colorido se concentra en los objetos dispuestos sobre la mesa: las
uvas, las flores, la bebida. El resto del lienzo está ocupado por la luz radiante
de las evocaciones de la infancia. La correspondiente cartela relata un
recuerdo de la propia modelo. Como la tarea de posar le resultaba tediosa, les
pedía a sus amigas, hijas de pescadores, que bajaran a jugar a la playa frente
a las puertas de cristal del comedor para entretenerse mirándolas. Las risas,
las voces, el ruido de las olas quedan, pues, fuera del ámbito del cuadro, en
el que parece palparse el silencio a través de su perfecta manifestación
visual, el color blanco.
La obra de Rosario de
Velasco respira serenidad y una meticulosa atención al dibujo y al volumen, en
una plasmación de lo real por una parte fiel y por otra atemporal, como si el
mundo físico se fuera destilando a través de su mirada hasta quedar reducido a
su esencia. Los niños, las mujeres, los trabajadores, la gente del pueblo
adquieren gracias a sus pinceles la presencia estilizada y rotunda de las
figuras de los maestros del Renacimiento. Así sucede con las preciosas y
coloridas Lavanderas que aparecen en el cartel de la exposición,
detenidas para siempre en su armoniosa coreografía, desplegando frente a los
ojos del espectador la radiante blancura de sus sábanas, emergiendo de un río
en el que se ha producido el milagro de la transformación del óleo en agua.
Una de las salas de la
exposición está dedicada a las ilustraciones con las que Velasco dio vida a
personajes y escenas de diversas colecciones de cuentos. Son dibujos y
acuarelas llenos de encanto e imaginación, que muestran a criaturas mágicas y arquetípicas
con la elegante estilización del art decó. Me cuesta mucho elegir, pero
me quedo con la belleza simple y exquisita de la mujer que trabaja con la rueca
en esta ilustración de precioso título, Hora tras hora, día tras día, perteneciente al libro Cuentos a mis nietos
de la escritora Carmen Karr. Las líneas sinuosas se conjugan con una
monumentalidad que emparenta a esta hilandera de cuento con las más reales
–aunque no del todo— lavanderas que acabamos de ver. Y de nuevo la claridad, el
color blanco como hilo conductor.
Y para terminar, una vez más
el blanco, en este caso recortado en fuerte contraste sobre un fondo oscuro. Mujer
con toalla, quizá la obra que más reclamó mi atención de la muestra, supone
un último paso en la cadena femenina sobre la cual –ahora me doy cuenta— se
estructura esta entrada: la niña, las trabajadoras y, por fin, la mujer a solas
consigo mismo, refugiada en sus pensamientos y en su intimidad. Esta búsqueda
de lo esencial está unida a una simplificación cromática que reduce los colores
empleados a negro, carne y blanco, suficientes para crear esta imagen perfecta del
recogimiento y del sosiego. Su contemplación es una gozosa fuente de serenidad.
Solo una nota de color perturba esta armonía: las iniciales de la autora, destacadas
en rojo en el ángulo inferior derecho, recordatorio de un nombre al que se ha
tragado la oscuridad durante demasiado tiempo y que es ya para mí, y creo que
para muchos otros, inolvidable.
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