SOLITARIOS
Iba a comenzar esta entrada diciendo que creo que
nuestra sociedad está enferma, pero me han venido a la cabeza imágenes no tan
lejanas de burlas generalizadas a discapacitados o de ejecuciones convertidas
en espectáculos de masas y he decidido cambiar la formulación. Diré simplemente
que hemos cambiado tanto que nos hemos convertido en algo nuevo, no sé bien en
qué.
Esta reflexión viene al caso porque el pasado
viernes participé en la visita anual de los alumnos más jóvenes de mi instituto
al Museo Arqueológico de Madrid y me encontré, más que nunca, con una marea de
rostros infantiles parapetados tras pantallas, conectados por cables a la
deidad que rige sus cortas vidas desde que guardan recuerdo: el teléfono móvil.
Unos cuantos entretuvieron el trayecto en autobús controlando con sus ágiles
pulgares el devenir de juegos que los mantuvieron todo el viaje en profundo
estado de abstracción. Otros ―estos me parecieron más afortunados, pero sin
duda es la opinión de alguien muy pasado de edad― compartían música con su
vecino de asiento, de forma que del aparatito emergía un cable que a media
altura se bifurcaba en dos para desembocar en un oído de cada participante en
esta puesta en común musical. Ese cable dividido me pareció una
hermosa imagen de la camaradería.
En la visita al Museo me costó hacer entender a
según quién que un sarcófago de miles de años de antigüedad con una momia
dentro es algo más difícil de encontrar, y por lo tanto más merecedor de
atención, que una pantalla que exhibe una animación por ordenador sobre la vida
de los egipcios cuando aún no estaban cubiertos de vendas. Estaban, eso sí,
formados por píxeles, y eso los hacía ―al parecer― terriblemente atractivos. Me
resultó desalentador el empeño con el que alguno de mis pupilos pulsaba una y
otra vez botones de pantallas, sin esperarse después a ver el audiovisual
correspondiente. Tuve también mi momento de bochorno (se conoce que soy
proclive a la vergüenza) cuando un alumno abstraído en su móvil se tragó un
banco de madera para el descanso de los visitantes y convocó con el estruendo a
dos sorprendidos conserjes.
La
actividad tenía también su parte lúdica, consistente en un rato de
esparcimiento en un parque del centro de Madrid. Es el momento en que me suelo
reconciliar con la época en la que vivo, porque la conjunción del aire libre y
el tiempo soleado hace aflorar de repente al niño eterno que anida en cualquier
generación, y aunque muchos alumnos esgrimen palos de selfie para retratarse incansablemente, otros tantos corretean, se
lanzan escaleras abajo con temeridad, dan brincos sobre el césped, imitan a los
ceremoniosos practicantes de taichí o destruyen con ahínco las enormes pompas
de jabón que un artista de lo efímero está creando a cambio de unas monedas.
Estaba yo paseando con una compañera cuando descubrí, en medio de esa marea de
actividad, dos figuras inmóviles y solitarias.
La
primera era la de un alumno que estaba sentado al borde del estanque,
sosteniendo sobre sus piernas cruzadas un cuaderno en el que dibujaba el edificio
egipcio que ocupa el lugar de honor del parque, que no es otro que el Templo de
Debod. La segunda era la de una niña que se había instalado en un banco detrás
del templo y había extraído de su mochila un grueso volumen que leía con
interés. Conversamos brevemente con uno y otra. El chico estaba abstraído en su
dibujo y nos dio poca materia para charlar. La niña, más expresiva, nos informó
de que se había sentado allí porque era el sitio más silencioso del parque, y
nos enseñó orgullosa el libro que leía y que le había regalado su padre: una
novela de Isaac Asimov.
Me
dejaron pensativa ambos muchachitos, alejados entre sí pero conectados por una
misma actitud de concentración en sus respectivas tareas. Le comenté a la
profesora que iba conmigo que debían de sentirse muy solos, siendo tan
distintos a los demás. Ella no lo veía así. «Se les ve
muy felices con lo que hacen», me respondió.
Estoy
por darle la razón. De hecho, ahora pienso en esas figuritas solitarias y me
parece que han probado menos la soledad que sus compañeros parapetados tras
pantallas.
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