ARREPENTIMIENTOS
Uno de los fenómenos apasionantes para el
aficionado a la pintura es el de los arrepentimientos. Dicho de otro modo: las
correcciones realizadas por los pintores que cambiaron de opinión sobre algún
elemento del cuadro y lo cubrieron con una capa de pintura, en un intento de
preservarlo de los ojos de la posteridad. Pero la posteridad, especialmente
esta nuestra tan bien abastecida tecnológicamente, tiene una mirada muy
indiscreta. Gracias a los modernos avances, podemos descubrir, por ejemplo, que
el lugar del autorretrato de Velázquez en Las
Meninas estuvo, en un primer momento, ocupado por una figura femenina.
Esa posibilidad de asomarse al proceso de
creación es algo que me atrae poderosamente. Cómo colocó el artista a su
personaje en un principio, cómo cambió de opinión sobre la marcha, cómo hizo
girar su cabeza o adelantó su brazo o lo hizo desaparecer tras el cuerpo de
otro personaje. De repente, nos encontramos invadiendo el ámbito privado del
creador, poco menos que camuflados en un rincón de su estudio, viéndolo
cavilar, dudar, corregirse. Nos vemos incluso erigidos a la categoría de
jueces, y podemos incurrir en la osadía de emitir un veredicto: el pintor
acertó o no al introducir su modificación. Tal vez, descubrimos, el gran
Ticiano no siempre se inclinó por la mejor opción.
En tiempos, la literatura ofrecía con frecuencia
oportunidades semejantes. Bastaba el hallazgo de un manuscrito de determinado
autor para que su obra, que se nos había presentado como un producto cerrado y
blindado contra la curiosidad, se abriera frente a nosotros y nos dejara ver
sus interioridades. Los tachones, las frases añadidas en letra diminuta entre
dos líneas preexistentes, los párrafos suprimidos o cambiados de orden, nos
hablaban de las vacilaciones y arrepentimientos de los hombres de letras, tan
semejantes a los de sus parientes los pintores. Hace unos días, una noticia del
periódico captó mi atención: se trataba del descubrimiento en la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires de una versión manuscrita del relato de Jorge Luis
Borges Tema del traidor y del héroe,
atribuida a la mano de su autor. El manuscrito fue encontrado por unos investigadores
entre las páginas de un ejemplar de la revista Sur de febrero de 1944. Este dato no es banal, porque en dicho
número apareció publicado por primera vez el relato que nos ocupa, aunque con
un desenlace distinto al que se le conoce hoy en día. Y el manuscrito hallado
de forma casual entre sus páginas es precisamente el que escribió Borges para
modificar ese final que, una vez publicado en la revista, encontró inadecuado
para su historia. No sé lo que opinaría el maestro argentino de que andemos
mirándole las tripas de esta manera a su proceso de escritura. Para mí, esta
historia del cuento cuyo desenlace modificado ha permanecido tanto tiempo oculto
en el interior de una vieja revista me parece un tema digno de uno de sus
relatos.
Los que investigan sobre autores actuales tienen más complicada esta tarea de asomarse a las sinuosas
trayectorias de la creación. Son muy pocos ya los que escriben sus obras a
mano, y esa máquina omnipresente en nuestras vidas llamada ordenador ha
aligerado de forma increíble la penosa tarea de corregir. Los autores de hoy en
día buscan y localizan pasajes concretos en cuestión de segundos; en un golpe
de teclado, sustituyen expresiones, cambian pasajes de orden, eliminan párrafos
completos. El resultado queda limpio, sin rastro de la anterior versión: como
si hubiera sido concebido así directamente, sin vacilación alguna.
Yo que estoy en estos últimos tiempos inmersa en
la tarea de revisión de mi última novela, pienso a menudo en estas cuestiones.
Cuando empecé a escribir, una obra de dimensiones semejantes habría ocupado un
número elevadísimo de folios. No quiero pensar en los que habrían terminado en
la papelera, llenos de tachones y víctimas de mi mal humor. Esta novela, en
cambio, a pesar de las numerosas revisiones a que ha sido sometida, a pesar de
los cambios que han afectado a su estructura y estilo, presenta el aspecto
pulcro y ordenado de un archivo de ordenador, sin una sola enmienda. A veces
pienso en ella como en una especie de Dorian Gray, inmune al tiempo y al
deterioro moral, y me planteo dónde habrán ido a para físicamente todas las
zozobras que he vivido durante su composición.
No seré yo quien abogue por la vuelta a la
creación manuscrita. Soy consciente de las limitaciones que esta imponía: probablemente,
de haber contado con un ordenador, Cervantes no habría atribuido varios nombres
a la mujer de Sancho Panza y habría solucionado sin problemas el enredo del
rucio que aparece cuando se supone que había sido robado. Pero aun así, no
puedo evitar pensar que esa facilidad extrema para pulir y enmendar lo que
no funciona produce consecuencias indeseadas. En mi caso, trae de la mano una
tendencia casi obsesiva a la corrección y es probable que reste espontaneidad
al resultado. Cuando estaba pensando en escribir esta entrada, me acordé de un
comentario de José Luis Sampedro a este respecto. No me ha sido difícil
localizarlo en la red. Lo realizó en un encuentro digital con los lectores del
diario El Mundo el año 2001, cuando alguien
le preguntó las razones de su negativa a utilizar el ordenador. Estas fueron
las palabras de aquel hombre sabio: «Primero, porque me
gusta mucho más, estéticamente, la caligrafía, que es un arte y no una técnica.
Segundo, porque la lentitud mayor sin ordenador me acerca más a mi propia obra
y la hace más mía. Tercero y, sobre todo, porque la tremenda facilidad para
corregir que ofrece el ordenador destruye los pequeños defectos que son
esenciales para el estilo de cada uno y que dan vida a la obra. No me interesa
tanto la "perfección" que se logra a cambio».
Seguramente tendrás razón pero tu entrada me ha sugerido una cuestión que me hace reflexionar con mucha frecuencia: Qué respuestas debería haber cambiado a lo largo de mi vida, cuántas palabras debería haber callado, cuántas actitudes modificado. Y siempre me crea este pensamiento una cierta angustia porque se agolpan en mi mente tantos errores. Yo quisiera ser pintor y poder corregir, poder pintar encima. Lola
ResponderEliminarA mí me sucede lo mismo. Le doy vueltas y vueltas a lo que debería haber hecho y a lo que no. No quiero imaginar lo que sucedería si tuviera la posibilidad de volver atrás para enmendar errores. Casi mejor que las cosas sean así, y que la vida no admita ensayos ni borradores.
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